Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Marabunta



Y el queso que había en la mesa,
también se lo comió,  
ese barbarazo acabó con tó
Wilfrido Vargas.



Mi primer contacto con Brasil fue a través de la célebre película protagonizada por Charlton  Heston, la vi  en mis años infantiles en más de una oportunidad ya que en aquellos años los canales de televisión repetían las películas, y como no existía la televisión por cable, podían darse el lujo de hacerlo una y otra vez  impunemente; los televidentes no podíamos ejercer nuestra libertad de elegir mas allá de la veo o no la veo. En los otros canales también estaban, seguramente, repitiendo alguna película.

Marabunta fue la primera y mejor lograda de muchas películas que trataron de aterrorizarnos con una plaga de insectos mutantes que un buen día salen a cobrar venganza sobre el género humano.  Creo que me impresionó porque en El Tigre el pueblito donde nací, abundaban las hormigas, las había muchos colores  y de muchos tamaños, pero las que no puedo olvidar eran unas rojas, muy robustas y fuertes. Armadas que un par de mandíbulas que si lograban agarrarte con ellas la mordida era realmente dolorosa; por ello no me parecía que fuera totalmente ficción lo que la película narraba en más de una oportunidad las vi dar cuenta del jardín de mi madre dejándolo sin una sola hojita.

Como yo la vi televisión la disfruté en blanco y negro, pero seguramente había sido filmada en Tecnicolor, no pude nunca saber de qué color eran las que arruinaron Charlton  Heston, las imaginaba parecidas a nuestro vernáculo bachaco. Además verla en blanco y negro aumentaba el dramatismo de la película, no se las voy a contar porque creo que muchos de ustedes deben recordarla, aunque en estas tierras creo que no la pasaron porque a nadie que se la he comentado tiene una leve idea de lo que se trata.

Marabunta había quedado dormida en mi inconsciente hasta que tuve la oportunidad  de visitar Indaiatuba, una ciudad brasilera cerca de Sao Pablo. Al llegar no pude dejar de observar una planicie llena de montículos de arena de al menos un metro de alto.  Ver que en medio de la nada alguien se hubiera dedicado prolijamente llenarla de aquellos montículos dispuestos a exacta separación unos de otros me llamó la atención.

No resistí la tentación y me acerqué a observarlos de cerca para comprobar, con horror, que enormes hormigueros. Mi máquina de inventar recuerdos fue asaltada por las imágenes de Charlton  Heston tratando de salvar lo poco que quedaba de su hacienda cafetalera de la plaga de hormigas.
No resistí la tentación de mostrárselos a Mariagracia, le expliqué que eran hormigueros enormes, pero que los nativos me habían dicho, quizá para tranquilizarme, que no eran hormigas sino termitas. No eran grandes y robustas como los bachacos de mi infancia, más bien eran pequeñas; pero eran milles de hormigueros. Para mi sorpresa en aquella ciudad brasileña humanos y termitas convivían plácidamente.

Pero Marabunta se transmutó en una palabreja que en argot popular venezolano se convirtió en sinónimo de muchas cosas. Si notábamos a alguien con un apetito ligeramente más allá de lo normal le decíamos que parecía una marabunta. Incluso a más de un partido político se le acusó  de ser una marabunta política para ilustrar el deseo desmedido de querer comérselo todo.

Claro que adecos y copeyanos quedaron reducidos a vulgares termitas  si la comparamos con la marabunta roja-rojita que exhibe enormes mandíbulas y voracidad que parece incontrolable, pero igualmente recordé aquel refrán venezolano: Pa’ bachaco chivo.

Año, 2014.


miércoles, 16 de diciembre de 2015

La mejor forma de comer jamón.

La mejor forma de comer jamón.


casi siempre ha de pasar que cada vez que 
escucheis una gaita llorareis 
porque en mi cara pensás 
con bellas cosas que a ti te harán recordar 
todas esas lindas cosas que no pudimos lograr 


Gran Coquivacoa.

Amanece 1995, hechos fundacionales: Inicio el año con las célebres promesas de año nuevo, y un “chuchaqui noir”. Ha amanecido un nuevo año en un país extraño. No salí a darle el felizaño a los vecinos, no apuré doce uvas una tras otras hasta, casi, ahogarme, no me comí mi platico de lentejas, no metí el billetico de 20 en la champaña pa’ que no me falte rial, no salí a darle la vuelta a la manzana con las maletas a cuestas. 

Lloré  toda la noche oyendo Maracaibo 15 extrañé como nunca Radio Rumbos. Sentado en la terraza con una botella de Moët Chandon (que hubiera cambiado pelo a pelo por una Polarcita  como culito de pingüino)  fumé  un Belmont Margariteño que guardé en la nevera seis meses para fumarlo ese día. Esperando una pelada que no llega, con un remedo de ensalada de gallina que intenté preparar para acompañar  unas hallacas recalentadas que me trajo mi hermana en agosto,  un dulce de lechosa que preparé con la célebre receta que pedí en medio de una crisis vía fax. ¡Ay! Dios mío, que sería de la herencia culinaria  patria, si no existiera el fax.

Pero lo que más extraño es el pan de jamón,  probablemente el mayor estandarte de la comida navideña venezolana. Hasta los portugueses habían creado inclusive...

 (o incluso... como decía Hellen Mendez -vieja y querida amiga aunque nunca jamás vista de nuevo- es inevitable para mí cada vez que pronuncio la palabra incluso recuerdo a Hellen Méndez, su pelo enmarañado hasta los ojos, su Plymuth verde, sus faldas hindúes, su nombre que sólo tenía una vocal y su manía irreductible de corregirme cada vez que decía “inclusive”)

...una versión de oficina: un mini-pan-de-jamón. Hicieron la bola de plata con los benditos mini-panes-de-jamón. Quién no engulló un pancito de esos a las diez de la mañana, para calmar el filo,  característico en diciembre a esa hora. Los Amaneceres Gaiteros del Poliedro (Aquí... En el Poliedro de Caracas, El Gran Coquivacoa con  Neguito Borjas y la gaita que nos une todos los años...) nos dejaban además de un chuchaqui horrible,  una ronquera del san putas y un hambre atroz que sólo lo podía saciar un Mini-Pan-de-Jamón.

Diablitos Underwood, la mejor forma de comer jamón, suena aún la cancioncita del comercial en mi recuerdo. Definitivamente la mejor forma de comer jamón fue, es  y seguirá siendo el pan de jamón. Me prometí esa noche en medio de mi borrachera solitaria que el próximo diciembre, al precio que fuera, estaría en Caracas para Navidades. Recordaba con nostalgia las Navidades caraqueñas: alegres y bullangeras.

Como lo prometido es deuda, volví a Caracas el diciembre próximo, pero no fue lo mismo. Vi una Caracas apagada, las gaitas no sonaban en la radio, ni siquiera había la gaita de las locas. Cuatro  años fuera de Caracas en Navidades y al regreso no encontré ese espíritu navideño que extrañaba. Vi otra cosa y no me gustó, tal vez la ausencia te hace recordar desproporcionadamente las cosas, pero en mi recuerdo las Navidades son mejores aunque no tengan pan de jamón.

Año, 1997.



Fuego al cañón.

Fuego al Cañón...


Niño chiquitico,
Niño parrandero
Vente con nosotros
Hasta el mes de enero.
Oswaldo Oropeza

Aquella Navidad, fui a llevarle un paquetito con cartas y regalitos para mi casa a un amigo, especialista en alimentación animal, que se disponía a pasar Navidades en Caracas. Mientras nos echábamos un palito, (aunque eso aquí puede prestarse a malas interpretaciones) surgió espontáneamente el comentario sobre la noticia que de ese año los cubanos celebrarían La Navidad.   Yo casi no podía entender la euforia que significaba para propios y extraños que se celebrara por primera vez en más de 30 años La Navidad en Cuba. Que había sido necesario que Castro accediera celebrarla, en una especie de agraciamiento con El Papa.

Me resultaba confuso porque no entendía como pudo el régimen de Castro abolir La Navidad. Yo reía y decía que era tan absurdo como abolir el dulce de lechosa e insistía que si la tradición consistía en la parte culinaria del asunto, La Navidad no la puedes abolir. Para mi era imposible que durante estos 30 años los cubanos no comieran lo que haya sido su plato típico; pero mi amigo me explicaba que la Cena Navideña cubana era lechón y que si sacrificabas un lechón  de 20 kilos también sacrificabas un chancho de 190.

Existe la posibilidad de que en medio de las calamidades y restricciones  que han pasado los cubanos no hayan tenido su plato típico. Entonces el régimen habría tenido un gran aliado en el bloqueo. No soy muy beato, pero si a los cubanos les daba por rezar en las Navidades, supongo que lo habrían podido hacer, supongo que los cubanos rezan calladitos como en todas partes, nadie necesita un alto parlante para echar un rezadita y por suerte el Big Brother de Orwell es todavía ficción, aunque no se sabe por cuánto tiempo.

Aunque, en honor a la verdad, hay maneras escandalosas de echar un rezadita. La Gaita es una forma ingeniosamente bullanguera de rezar. Quien no sea venezolano no logra entender como ese ritmo, sonoro y muy movido, puede reconciliarnos con el creador. Fuera de Venezuela la Gaita no tiene ninguna posibilidad de comprensión. Lo he experimentado. Resulta incomprensible, a los oídos foráneos,  que esa música me ayude al recogimiento espiritual de la fecha.

Después de la explicación de José Vicente Briceño, entendí y me quedé pensando si la Revolución hubiera triunfado en Venezuela en los 60, como habría hecho Douglas Bravo, Eduardo Machado,  Américo Martín, o cualquiera que hubiera encarnado el papel de Castro en Venezuela, para abolir Las Navidades y con ellas el dulce de lechosa y la Gaita Maracucha


Año 1998.

Relleno de Pavo

Relleno de pavo.



El primer diciembre que pasé fuera del país, me decidí a experimentar las costumbres navideñas de la que sería mi patria por algunos años. Siempre he creído que la mejor forma de conocer un país es a través de su comida. La comida te dice como es la gente. Así que troqué panes de jamón por invitaciones a comer la típica comida navideña. Pero mi sorpresa fue que, en aquel país, Navidad no tenía estandartes de culinaria totémica como nuestra hallaca.

Desde que salí de Venezuela, casi siempre he tenido alguna hallaca cerca, pero si no las tuve compensé la ausencia con el pan de jamón. Mi receta de pan de jamón la aprendí en la casa de Rita de Pino y con muy pocas variaciones la he ido adaptando. Creo que si bien es cierto que al pensar en Navidades, pensamos en las hallacas,  no hay nada más navideño que el pan de jamón.

De la hallaca hay en otros lugares hay equivalentes muy parecidos. En algunos lugares hasta llevan el mismo nombre.  Pero el pan de jamón, creo, no se come en otros lugares. El pan de jamón me hizo célebre en tierras extrañas. Mariela Martínez, querida amiga de este exilio voluntario, se volvió fanática del pan de jamón. Todos los años al llegar diciembre recibí invitaciones a su casa a preparar pan de jamón y  alguna vez me propuso hacerlos como negocio.

Un año dediqué parte de mi diciembre a amasar y preparar panes de jamón como regalo de Navidad y desde ese día decidí que era una tradición y como tal no debería lucrar con ella. Así que disuadí, rápidamente, de la idea a mi querida Mariela. Argüí que  lo tomara como un acto de buena voluntad navideña y nada más.

Aquellas primeras navidades fuera de Venezuela Ketty Rodríguez (vieja y querida amiga de por aquellos años) mejor conocida como Ketty Malone  me invitó a su casa  a degustar un plato típico: Relleno de Pavo. No almorcé ese día esperando una opípara cena. Pero todo se limitó a una ensalada que podría comerse en cualquier época del año, arroz blanco (que como diría Héctor  Tamburini: alimenta lo mismo si te lo comes o te bañas con él) y una mazamorra  de color café.

Era un preparado un tanto macilento, de feo aspecto, pero de agradable sabor; llamado relleno de pavo. La comí con agrado y creo que hasta repetí, pero hasta el día de hoy, siete u ocho años después, no entendí como se pueden comer el relleno sin matar el pavo. Todo el mundo comió; hasta hubo elogios para Ketty por la excelente preparación. Yo, hasta el día de hoy,  me quedé esperando el pavo.

Año, 1999.

Niño lindo


Nuestras navidades son alegres y hasta nuestros villancicos son distintos.

lunes, 14 de diciembre de 2015

María La Bollera

María la bollera...



La muchachita que el mercado 

vende los bollos todos los días 
a los casados vende al contado 
y a los solteros bollos le fía 

De ingenua manera y sin proponérmelo las gaitas se han vuelto una tradición navideña en la casa, al llegar diciembre comenzamos a oírlas y no paramos hasta enero, en donde caen en un olvido de 11 meses. Carolina, de quien ya han oído hablar, canta Sentir Zuliano con una emoción digna de cualquier  maracucho.

Alguna vez se puso a cantar María la bollera y cuando Catalina me preguntó qué era un bollo le respondí que era un exquisito subproducto de la preparación  de las hallacas. Le expliqué que el poquitín de guiso que sobra y un poco de masa son mezclados y dispuestos en las hojas de plátano y a los 20 minutos podíamos disfrutar de una de las preparaciones típicas de nuestra navidad. Sin vacilar me dijo que eso lo podía entender, pero que  dónde estaba la mala intención. Al parecer el tono de la popular gaita implicaba el doble sentido que nos caracteriza.

Hace un par de años acordamos que un diciembre lo pasaría en Caracas y el siguiente con la familia, esté donde estemos. El año pasado recibí el año en Caracas y este año hice un intento; pero Carolina, inmediatamente, me recordó que este año me tocaba pasarlo con ellas. Así que este diciembre no iré a Caracas antes del 31.

Confirmé, vía mail, que iba el 2 de Enero (al parecer a las líneas aéreas, como a mí nos dio miedo viajar el primero de enero)  y mi familia se comprometió a recibirme con algunas hallacas, pan de jamón, ensalada de gallina y algunas,  polarcitas heladas. Aunque en la respuesta de me hermana sentí un tono triste. Casi sentí que la estaba poniendo en un compromiso. Pero en el fondo sé que siempre ha sido así.

Desde que tengo uso de razón todos los años, al llegar diciembre, nuestras madres nos decían que no estaban seguras  si ese año se podrán hacer las hallacas. Se  quejaban del alto costo de la vida, de la inflación y de los especuladores.  Pero al final la gente hace su esfuerzo, hace sus economías y cada diciembre se comen, en todos los hogares, las reglamentarias hallacas decembrinas. A lo mejor un poco más chiquitas, pero hallacas.  Tal vez sea que a los venezolanos nos gusta quejarnos,  y las hallacas son un pretexto para practicar nuestro deporte nacional: hablar mal del gobierno.

Tengo un año de haber visitado Caracas por última vez. En aquel diciembre Chavéz era el presidente electo y se encontraba de viaje, tal vez estrenando la visa que le habían otorgado en esos días. Eran días de gran euforia, su abrumadora victoria había llenado de esperanzas a propios y extraños. Pocos eran los que, pública o privadamente, reconocían no haber votado por él.

En lo particular yo no guardaba mayores esperanzas, pero la gran mayoría sí. Un año después tengo la impresión, de que la cosa no ha mejorado mucho, que la crisis se ha agudizado. Y que este año, como siempre, la gente estará  pensando: la masa no está pa’ bollo.

Año, 2000.


miércoles, 25 de noviembre de 2015

Día de Difuntos


Día de difuntos...
No recuerdo que el día de muertos tenga un valor muy importante en Venezuela, pero gracias al sincretismo al que me he expuesto y por razones de índole personal, me vi obligado a dedicarle una ALICIA a este tema.

El Amolador


El amolador...


El amolador de Caracas
No se escucha más con su flauta
Su recuerdo parece que fue un sueño
En el alma del viejo caraqueño.
Billo Caracas Boys.

Pasaba por la casa, todas las tardes, un zapatero que iba gritando de una extraña manera: zapateroooooooo. Dejaba la O abierta y volvía a repetir el grito, empezando sin haber terminado el anterior. Tanto así que uno lo que llegaba a oír, realmente, era la ooooooo y ya uno sabía que venía un zapatero. Entonces salíamos, corriendo, a buscar los zapatos viejos. Aquellos que se habían quedado  en el fondo del closet, esperando su segunda vida.  Este era un grito universal ya que todos los zapateros gritaban igual, y todos ponían la media suela por un par de monedas.  Con el tiempo ya nunca más los volví a oír. Imagino que la bonanza petrolera desterró al zapatero remendón y, con ellos, la media suela. Nacimos al imperio de los zapatos desechables.

También pasaba, en aquella época, un señor en una bicicleta andrajosa, pero no gritaba, sonaba un pitico y uno sabía que venía el amolador. Eran muchos, pero compartían ese eslogan musical que los identificaba. El sonido de su pitico fue por muchos años  su grito de trabajo. Hasta el día que Piñerúa se hizo famoso con unos piticos idénticos que emulaban su nombre.  Sucedió algo similar al grito de los zapateros, al oír las primeras notas del pitico, uno sabía que por allí venía un Adeco.

Volviendo a los amoladores; su pitico hacía que mi hermana Betsy, al oírlo, saliera corriendo a ponerse algún coroto en la cabeza y pidiera un deseo. Era parte de una leyenda urbana que decía que: al oír pasar un amolador, si te ponías algo en la cabeza, al pedir un deseo se cumpliría.  No tengo idea de lo que hayan sido sus deseos. Espero que todos se hayan cumplido

Los zapateros y los amoladores eran parte de la tradición  medio rural de la Caracas de finales de los sesenta. Se hicieron parte de la geografía de nuestra la ciudad. Tal como hoy son, sin gritos ni pitos, los que recogen las latas de cerveza. Las mismas que dejamos en las esquinas con despreocupación de saber  que alguien pasará a recogerlas al día siguiente.

Ayer sentado en mi oficina oí pasar un amolador. El sonido de su pito era distinto, pero era idéntico, tanto que lo reconocí al momento. Me asomé a la ventana sólo a verificar que se trataba de un amolador. Efectivamente pasaba un amolador, en una bicicleta desvencijada y añosa. Era una bicicleta muy distinta a la que tenía el amolador que pasaba por frente de mi casa; pero era un amolador. Me pareció raro que en una ciudad que presume de su cosmopolitismo los amoladores sean tan idénticos a los de la Caracas de mi infancia. Me pareció extraño a miles de kilómetros de Caracas los amoladores usaran un pitico como el de Pinerúa. Sentí deseos de ponerme algo sobre la cabeza y no desear nada.

Año, 1999.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Duérmete mi niño.

Duérmete mi niño... 



Duérmete mi niño
que tengo que hacer
lavar tus pañales
ponerme a coser.

Canción de cuna.

En estos días mi sobrina, quien también vive un exilio voluntario, me envió una de esas graciosas tarjetas electrónicas. Se están volviendo muy famosas y de verdad algunas de ellas son muy ingeniosas. La de mi sobrina tenía la particularidad de hacerme oír una versión electrónica del himno nacional y desde la distancia esas cosas son muy importantes.

Nuestro Himno Nacional, por años, sirvió entre otras cosas para iniciar las clases y, como en todas partes, lo cantábamos al entrar al colegio. Era un momento sagrado y por tal motivo, estuvieras donde estuvieras, si lo escuchabas te veías obligado a detenerte y quedarte inmóvil. Eso fue así por muchos años.

El himno también servía para finalizar las emisiones de televisión, y los noctámbulos, al oírlo, sabíamos que debíamos ir a-la-ca-mi-ta, como decía el Topo Gigio. Eso fue así por años y a nadie molestaba. Pero fue el célebre Luis Herrera Campins, quien además de hacernos vivir el Viernes Negro, se le ocurrió la idea de hacer radiar las notas del Himno Nacional al inicio al final y a medio día.

Supongo que  LHC lo hizo en un arranque nacionalista. Me imagino que supondría que las amas de casa, mientras apuradamente preparaban el alimento de sus hijos y esposos, al oír las hermosas notas del Himno Nacional se quedarían inmóviles mientras veían quemarse el arroz o las caraotas refritas.  Supongo que suponía que los empleados bancarios, con apenas 30 minutos para almorzar presurosamente antes de regresar a sus trabajos, si oían el Himno Nacional dejarían de comer y que las personas que caminaban velozmente por la Avenida Urdaneta, se detendrían y quedarían firmes bajo el solazo de marzo.

Recuerdo que en los primeros días de la medida mi sobrina, la misma que me envió la postal, no tenía más de 4 años al oír el himno se paraba derechita. Pero con el tiempo nuestro himno se nos convirtió en paisaje y comenzamos a ignorarlo, olímpicamente, mientras la vida discurría normalmente.

Recuerdo que una vez, en una reunión para ver las eliminatorias del mundial de Francia, que a menudo no son más que un pretexto para reunirse y pegarse unas bielitas, un amigo colombiano  comentó que el de ellos era considerado como el más hermoso del mundo después de la Marsellesa. Me quedé con la duda pero, no me quise poner a discutir eso. Por una parte es imposible discutir con los fanáticos ese tipo de cosas. Por otra, el nuestro, a decir de los entendidos es, musicalmente, muy simple. Como yo no soy un experto en Himnos Nacionales no quise entrar en detalles. Además en las transmisiones de fútbol uno no le para mucho a los himnos y lo que interesa es el pitazo inicial.

Muchos años después del comentario de Néstor González, así se llama mi amigo, encontré en Jorge Enrique Adum la explicación: “eso se lo dicen a todos los niños, excepto a los franceses”. Nuestro himno nacional, puede no ser el segundo después de la Marsellesa, pero es nuestro y eso es más que suficiente. Después de todo cuántos niños, franceses o no, son arrullados con las notas de su Himno Nacional.

Año, 1998.


Orinoterapia

Orinoterapia.


“La sapa vino pariendo
cerca de la Cruz del Perdón.
Y el sapo lo celebraba
con su botella de ron”.

Sapo.
Golpe Guayanés
Alejandro Vargas.

En este país cada vez que algo nuevo aparece le ponen  como nombre emergente, de allí que hayan viñas emergentes, políticos emergentes, países emergentes. Hasta se han  puesto de moda las llamadas terapias emergentes. Entre ellas, una que me parece un poco extraña: orinoterapia. Es decir la gente se toma parte de su propia orina en la mañana. No tengo idea si sea efectiva, no tengo idea si cure algo. No tengo idea si tomarse la orina tenga algún efecto terapéutico, lo que no puedo negar que es lo más emergente que he oído.

Nosotros tenemos la costumbre de celebrar el nacimiento de nuestros hijos como el sapo de la canción. Es normal que cuando tienes un hijo, vengan los amigos a tomarse los meaos. Una forma graciosa en que denominados la primera visita de amigos y familiares a conocer a nuestros hijos. En Ecuador llaman a eso “poner el niño a la orden”.

Recuerdo que una vez, por casualidad, me encontré  con un vecino, cuya esposa estaba embarazada, a la entrada de una clínica en medio de las carreras y las angustias de última hora. A los pocos días en la entrada del edificio me lo volví a encontrar y, por simple buena educación, pregunté por su señora. Me indicó que estaba bien y que “el niño estaba a la orden”. Le di las gracias y nunca más volví a preocuparme por ese detalle. Al tiempo descubrí que él tomó  el hecho de no haber ido a visitarlos como un desprecio; y yo tratando de ser cortés y educado.

Cuando nació Mariagracia advertí a algunos amigos que los esperaba en casa para tomarnos los meaos. Previendo que algún amigo emergente y muy literal no se fuera a confundir con la moderna terapia, me di a  la tarea de explicarle que es nuestra forma de “ponerles la niña a la orden”. Algunos se rieron de nuestra particular manera de llamar ese día especial en la vida de todo padre.

Tres días después vinieron los amigos más queridos a casa a conocer la pequeña gota de rocío. Unos más que otros se sorprendieron de nuestra costumbre de celebrar el nacimiento con ingentes cantidades de whisky; rápidamente establecieron la relación entre la celebración y el color acaramelado del licor.

Para los chilenos es  una atrocidad  molestar a los nuevos padres con una visita mayor a los 20 minutos. La visita se limita a  llevar un presente y algún detalle para los hermanos mayores, para que no se sientan celosos, 20 minutos máximo.  Domingo Martínez un chileno, muy amigo de la casa, se saltó todas las normas de la etiqueta y se quedó hasta bien entrada la noche fascinado con nuestra idiosincrasia tropical y bullangera, dimos cuenta de una par de botellas de Dewar’s. Si no hubiera sido por él me habría tenido que tomar todo ese meao yo solito.


Año 2001

Pa mamá que da la teta

Pa´ mamá que da la teta... 


Alguna vez se han preguntado porque nos gusta esa cosa, que no es más que un trozo de masa y con escaso sabor, al que llamamos arepa. No sabemos por qué nos gusta; simplemente nos gusta y eso es suficiente. Qué venezolano no sucumbe ante el sabor de una arepa.

Cualquier persona que vaya a Caracas te dirá que le gustaron las arepas. La mitad, seguramente, habrá mentido. Es casi un insulto que nuestro mayor estandarte de la comida típica sea algo desagradable. A la mitad restante no le gustaron: seguramente le gustó la carne mechada o la ensalada de reina pepiá con la cual las rellenaron. Frente a esos suculentos rellenos hay que ser estúpido para que no te guste.

Hay que nacer en Venezuela para que te gusten las arepas. En su defecto, en  cualquier otra parte del mundo en donde se consiga, con alguna regularidad, Harina Pan o algún sustituto parecido, y que el aportante  de una parte, al menos, el 50% de tu carga genética sea venezolano.

Los domingos, en esta casa, es casi una tradición comer arepas. Carolina, de quien ya han oído hablar, odia los domingos. Los odia simplemente porque amanece la casa con el sonido de la cocina preparando arepas; y una vez que otra, con las notas, sublimes, del Alma Llanera.

Poco a poco hemos logrado que se meta un trocito de arepa a la boca. A Catalina, de quien también han oído hablar, ya casi, le gustan. Pero ha sido una labor, titánica, de proselitismo arepístico que lleva no menos de 3 años. Y debo confesar, modestia aparte, que  cada día me quedan mejores.

Claro que aquí no se consigue Harina Pan, pero la Maisabrosa es un buen sustituto, el día que esa empresa quiebre no sé donde me voy a meter. Debo ser el mejor cliente de esa empresa. El día que me vaya nos vamos a extrañar mutuamente.

Pero la explicación del por qué nos gustan las arepas me la enseñó Carolina y esa perversa ingenuidad con la cual interpreta el mundo. Una mañana de domingo mientras me veía comer arepas (me como tres, de ley) me preguntó porque no me comía esa parte macilenta que sacamos del centro. Le contesté con una naturalidad, pasmosa,  que eso era para los pericos y los bebes.
Ahí me di cuenta del por qué nos gustan las arepas. Después de algunos meses de haber sido alimentados con leche materna, o en su defecto con leche S-26, el primer alimento sólido que nos llevamos a la boca es un poco de masa de arepa con mantequilla y quesito rayado.

Nos gustan las arepas por obvias razones. Despiertas a la vida degustando, directamente de los dedos de tu madre, la arepa. Tu madre, como la mía, nos alimentó con amor,  devoción y en la más absoluta ingenuidad  con esa parte blanda de la arepa que reservamos para los pericos y los bebes. Como no te va a gustar las arepas. Además nos estuvieron arrullando, por años,  la célebre canción: arepita de manteca...  arepita de cebada.

Año, 1998.


El 11 ideal


Por el aroma yo lo sé....

Por el aroma yo lo sé…


Algún diciembre fui a Caracas, mi hermana me invitó a comer al Sambil. Me habló maravillas del fulano centro comercial, y de unas rosquillas de canela: Cinnamon Rolls. Para qué decir que tuvimos que hacer una cola de no menos de una hora. Estaba horrorizado ya que me parecía demasiado para comerse un pan  de canela y una taza de café; cosa que ya hubiera cambiado por un Golfeado en km. 17 de la carretera al Junquito. Pero las colas interminables parecen ser parte de la vida del caraqueño, yo estaba allí medio cabreado, pero en fin en otras cadenas de Fast Food, la cosa no es mejor, créanmelo.

Al fin llegamos a la caja y pedimos no sé cuantas rosquillas de esas y 5 marrones grandes. Ahí fue que quedé de una pieza, mi hermana me había hecho hacer una cola de una hora para tomarme una taza de rico y estandarizado Nescafé. El cual consumo resignado y felizmente  todas las mañanas.

Cuando llegue a vivir a este país si hubo alguna desagradable impresión fue la inmensa cantidad de marcas de café instantáneo, para cualquier venezolano una herejía. No encontraba explicación de ese hábito tan arraigado, el argumento para consumir café instantáneo era “ahorra tiempo”. Aquello me parecía incomprensible: en términos de tiempo colar un litro de café no consume más de 5 minutos, preparar una taza de café soluble es más o menos el mismo. Busqué las explicaciones, las había, pero no son importantes en este momento.

Tomarnos un “cafecito" en Venezuela no significa el acto de servirse y tomar una taza de café, es de forma inequívoca, una invitación a compartir una charla, a hablar de algo que, según a quien se invite, puede ir de una reunión de negocios a una de abierta seducción. Por ello el café es un artículo de primerísima necesidad. Llegar a una casa, implica que el anfitrión se vea en la imperiosa necesidad de brindarte una tacita de café recién colao. El protocolo te obliga a indicarle: “No, chico, no te molestes…”. El anfitrión contestará:  “Pero si ya está listo.” Todos sabemos que a nadie se le ocurriría brindarte un café recalentao.

Para nosotros, el café está asociado a su aroma, al olor que emana de su preparación y, tal vez por ello el mercado de café instantáneo es minúsculo en Venezuela. Ninguna marca de café instantáneo, ha logrado reproducir ese efecto aromático. Tal vez sea parte de la franquicia y, Cinnamon Rolls, para mantener un estándar requiere usar Nescafé.

Pero si hablamos de estándar hagan la prueba, en cualquier panadería de Venezuela:   un marrón es un marrón, un con leche es un con leche, un guayoyo es un guayayo. Puedes caminar un millón de cuadras; en todas te sirven lo mismo y en todas ese aroma te invita a tomarte un cafecito y tomarte un cafecito, siempre, invita a conversar.

Año, 1998.


Uno con todo

Uno con todo...


Quien no ha pedido un perro con todo en Plaza Venezuela las tresaeme, luego de una trasnochada de  San Viernes. Quien  saliendo de una tasca con “sopotocientas cervezas en una noche” no ha ido a parar a un perrocalentero de Sabana Grande a mitigar el filo que deja la Polar.

En mi época había uno que quedaba en el Obelisco de Altamira que era un verdadero maestro del oficio. Allí fui a parar un par de veces, creo que ya no existe, pero era famoso y, en aquella época,  lo conocía por su nombre de pila. Hoy mi memoria me ha abandonado y sólo recuerdo que le ponía hasta carnita mechada y quesito parmesano. Fue quien inauguró la sabia costumbre de regalarnos una colección de salsas de mil colores y sabores que poco a poco se convirtió en la insignia de una industria que vivía de los transnochadores.

El éxito de los perrocalenteros  trató de ser imitado por muchos, pero pocos lo lograron. Quien a las tresaeme no ha pensado que es un Negocio Redondo eso de vender perrocalientes y mientras pide el segundo soñó con un emprendimiento similar, y sigue soñando mientras pide el tercero; pero con full mostaza.

Es gente industriosa y el éxito viene, si viene, después de mil y una noches de trasnocho y  lidiar con borrachos y policías. Yo mismo tuve ese sueño, para luego entender que el verdadero negocio no está en vender perrocalientes sino en fabricar los benditos carros. Ambas son industrias que crecieron abrigadas por los sueños de los ingenuos que habitamos las noches caraqueñas.

En estos días abrió, aquí, operaciones McDonald´s, como en todas partes la cosa se convirtió en un acontecimiento, casi comparable con las Fiestas Patronales de Elorza, hubo rifas, desfiles, camisetas y gorras a granel.

Me acordé cuando McDonald’s abrió su primer restorán en El Rosal; eran los primeros días del fin.  Nuestra clase media, que había -de la noche a la mañana-  perdido la oportunidad de viajar a Miami, se concentró en El Rosal a recuperar algo de su grandeza perdida, para después decir que son buenas; pero no se parecen a las que comíamos en Orlando, mientras enjuagaba alguna lágrima. 

Dicen las malas lenguas que la inversión se amortizó en esos 2 primeros días de colas frente al counter de atención de famoso restorán; yo no creo. Probablemente es fruto de la maledicencia humana. El éxito es la peor carta de presentación. Si fue cierto,  no tiene nada de malo, si alguien tiene una gran idea es justo que su esfuerzo financiero sea recompensado con el éxito. Es igual que el negocio de los perrocalientes. No todos triunfan.

El triunfo de McDonald’s fue el dolor de cabeza de las otras cadenas de fast food y de algunas  Areperas, pero  los perrocalientes de Plaza Venezuela siguen alimentando, espero, las trasnochadas farras caraqueñas.

Pero lo que realmente me llamó la atención fue cuando estaba hace pocas semanas leyendo una revista de negocios donde publicaban el Índice McDonald’s. Simpático índice para medir el nivel adquisitivo de las respectivas monedas y de allí el nivel de vida de las personas en los países en donde la cadena está radicada. Es un índice muy sencillo dividen el costo del  Big Mac entre el salario promedio neto  y calculan el número de horas que se requieren en cada país  para acceder a una hamburguesa.

Si supieran cuantas horas necesita un caraqueño estar detrás de la computadora para comerse una hamburguesa seguro que si no se le quita el hambre, al menos se les quita el hipo.

Año, 1995.

La máquina de inventar recuerdos


La máquina de inventar recuerdos.


Préstame tu máquina, para yo coser
Yo no tengo máquina, se me echó a perder.
Merengue Venezolano.

Gracias a una Alicia que me envió mi buen amigo José Luis Cunha, quien se ha incorporado a esta forma de narrar las cosas -a| ratos- con más entusiasmo que el mío, descubrí que nunca le habíamos hecho un merecido homenaje a la máquina de escribir, esa que nos acompañó desde el bachillerato hasta la universidad, donde groseramente nos deshicimos de ellas rendidos ante el encanto de las PC y los procesadores de palabras.

La Alicia de José inicia de una manera extraña, ya que nos cuenta que ha regresado a las Alicias, pero también (contrariamente a lo que está sucediendo) nos cuenta que ha regresado al país, es decir mi buen amigo vive en una especie de exilio pa’dentro. Imagino que se le mezclan los recuerdos y las añoranzas. Si me tocara regresar a vivir ahora a Venezuela no imagino cómo podrían ser mis Alicias si a más de contarme a Venezuela, tuviera que contarme también el Ecuador.

Con José Luis nos conocimos hace un mojonal de años, porque gracias a la providencia alguna Alicia mía llegó a su correo electrónico, y desde ese momento nos hicimos panas. Pero fue muchos años después cuando nos vimos frente a frente en el aeropuerto de Lima y por fin nos pudimos dar un estrechón de manos y el abrazo respectivo, pero gracias a las Alicias ya éramos amigos.

Él regresó al país y yo regreso a las Alicias luego de unos años de distancia, no las volví a escribir en parte porque me era muy difícil y en parte porque el poco tiempo libre se lo he dedicado a la crianza de mi pequeña Caraotica. Ahora ella –entrando a la adolescencia-  empieza a reclamar otras cosas, menos cuidados y más atención.

Ayer, sin ir muy lejos me pidió leer una de esas Alicias de las que tanto hablo, pero que ella no había leído y le dije que al llegar a casa buscara en su gmail, porque le había enviado una, como botón para muestra. Espero que las Alicia me ayuden a generar con mi hija, como lo hizo con José Luis, otra forma de comunicarnos ya que un café en Sweet&Coffe a veces no basta.

Ojalá que las Alicias a las que vuelvo nos permitan a José, a Mariagracia y todos los que se incorporen a esta manera de contarnos las cosas un espacio para: Reconstruir la memoria del país que teníamos.

Año, 2014.

El secreto de la hallaca


El secreto de la hallaca.


El secreto está en el guiso
Y en lo suave de la masa
ya encargaron cien hallacas
¡ay! Mira qué compromiso

Gaiteros de El Tablazo.

Hace muchos años, el primer diciembre que pasamos en Caracas al llegar de El Tigre, mis hermanas pensaron en hacerle cariños  a mi madre preparando ellas las hallacas. Pero para darle la gran sorpresa no le pidieron la receta. En aquella época vivía de allegada en nuestra casa la señora Geraldina. Esta cariñosa señora, gustosamente, se ofreció guiarlas  en el delicado arte de hacer hallacas.

En realidad su ayuda consistió en, de vez en cuando,  pasar cerca de la cocina y decirles: “el secreto de la hallaca está en la masa. Al poco rato volvía a pasar y les decía: “el secreto de la hallaca, está en el guiso”. Se iba sin otra consideración para volver al rato y decirles: “el secreto de la hallaca, está en las hojas”. Para no hacerles largo el cuento, aquellas hallacas quedaron horribles y nadie pudo comerlas. Con los años mis hermanas descubrieron en dónde estaba el secreto de la hallaca y desde aquel día, todos los diciembres, alguien se acuerda de la señora Geraldina.

El primer año que pasé fuera de Venezuela, al llegar diciembre, mi paladar comenzó a extrañar el sabor característico de nuestra tierra. Pero lo resolví fácilmente, me hice invitar a pasar el 24 de diciembre a la casa de Carlos León, un venezolano que compartió parte de este exilio voluntario. Carlos León trabajaba, en aquellos años, en la Pepsi-Cola, pero su casa  era una especie de sede alterna de la Embajada de Venezuela. De hecho a su esposa Elizabeth, un poco en broma un poco en serio, la llamábamos la cónsul. En su casa de Los Ceibos nos reuníamos a compartir algo de nuestro sabor característico. Un par de veces me aparecí con una tarrina con dulce de lechosa.

En estos días conocí a una chica que había vivido muchos años en Caracas. Hablando de las navidades y las gaitas me dijo que extrañaba las hallacas. Había en sus palabras, casi, una invitación a que tratara de reproducirlas aquí. Hice algún comentario a la Harina Pan; pero me indicó rápidamente que se conseguía en El Jumbo. Que era cara, pero  se conseguía. Le ofrecí oír gaitas en mi casa, pero con un poco desconsuelo, me dijo que ella tenía gaitas en su casa. Casi me ofrezco a tratar de hacer unas pocas hallacas, pero me contuve. En realidad odio hacer hallacas.

Mi cumpleaños es el 22 de diciembre y,  desde aquel día fatídico en que mis hermanas se les ocurrió ponerse a inventar,  mi cumpleaños quedó instituido como el día oficial de la comida navideña. Por eso nunca me gustó hacer hallacas; pasé muchos cumpleaños limpiando hojas de hallaca.

Para salirme del apuro en que me puso Andrea Cruz, al acordarme de la señora Geraldina, le dije que hacer hallacas tenía su secreto y que yo no sabía dónde estaba. Andrea me miró raro y se marchó sin entender.

Año 2001



Deus ex machina

Deus ex machina.

 

Cuando entras a la escuela, te compran un lápiz. Cuando pasas al bachillerato, te regalan un Papermate y cuando, por fin, entras a la Universidad lo mejor es que veas cómo coño te haces de máquina de escribir.
Oído en la UCV.


Hace muchos años  llevé a Mariagracia al oculista, era su primera visita así que cálculo que no debe haber tenido más de 4 ó 5 años, porque mi pequeña Caraotica usa lentes casi desde que salió del vientre materno. Aquella visita no se va a borrar de mi  mente porque no puedo olvidar su cara de sorpresa al ver en el escritorio de la enfermera un aparato extrañísimo y me preguntó: “Papá, ¿qué es eso?”. Giré mi vista y igualmente que mi pequeña Mariagracia me quedé maravillado al ver una IBM Selectric.

Sí, estaba frente a mí, la mismísima Selectric. Aquella viejísima máquina de “bolitas” que era todo un portento tecnológico de la época, por primera vez se podía cambiar el tipo de letra y podías escribir algo en cursiva con un mínimo esfuerzo.  Aunque creo muy pocos lo hayamos hecho, porque las fulanas bolitas, costaban una y parte de otra. Además traía corrector incorporado que nos liberaba, por fin, del Tipex.

No lo sé, pero imagino que a Mariagracia debió producirle una disonancia cognitiva ver una computadora que no tuviera pantalla, le dije con naturalidad que era una “máquina de escribir”  y en ese momento capté que había un abismo tecnológico entre ambos. Traté de explicarle, como se le explica a un niño de 6 años, en qué consistía aquel aparato y que no tenía pantalla porque no era una computadora. Como cualquier niño de 6 años, oyó la explicación, hizo cara de entender y se desconectó; dejándome con mis recuerdos. La enfermera me regaló una mirada cómplice y comprensiva.

Nunca tuve una Selectric, las añoré siempre. Cuando tenía 14 años mi madre me regaló una máquina de escribir, pero no era una Selectric… era una Brother, ni siquiera era eléctrica era mecánica. Era de aquellas que tenían cinta bicolor rojo y negro. Con el tiempo la parte negra de la cinta se iba desgastando y la roja estaba allí, pura, virginal y desperdiciada. Así que yo solía comprar las cintas  de un solo color y cuando se desgastaba le daba vuelta a la cinta y volvía a utilizarla hasta que ya las letritas ya casi no se distinguían porque salían de un color grisáceo; entonces había que comprar una cinta nueva.

Mi madre me regaló aquella Brother porque la vieja Remintong de la casa había sobrevivido a todas mis hermanas y cuando me tocó heredarla las letras tenían la mala maña de descuadrarse y siempre había un par de letras que se colocaban en donde les daba la regalada gana, generalmente es la parte de la cinta donde la el rojo se fundía con el negro. Yo soñaba que me regalaran una máquina eléctrica, pero mi madre se apareció con una Brother sencillita, sentí lo mismo que hoy deben sentir nuestros hijos cuando aspiran un Galaxy S5 y nos aparecemos un Huawei.

Pero para qué mentirles, la Brother resultó una excelente compañera, y vivimos juntos muchas aventuras, algunas que he pasado media vida tratando de olvidarlas, pero sí fue una excelente compañera mi querida Brother. Aun extraño el sonido de la campanita (ping) que nos avisaba que estábamos por llegar al margen derecho y allí debían tener cuidado con la inspiración.

Yo nunca fui tan prolijo como mi amigo José  Cunha  y hacía directamente los trabajos sobre la máquina de escribir, en parte porque detesto escribir a mano ya que mi letra siempre fue horrible. A pesar de las miles de horas de “planas” que mi madre me ponía a hacer en las vacaciones nunca pude hacer que mis letras se circunscribieran al mínimo espacio que nos dejaban los cuadernos doble línea Caribe.  Mi madre siempre trató de corregir mi fea caligrafía, pero con esa letra tan horrible siempre guardó las ilusiones de que me hiciera médico; la decepcioné.

Ese hábito de escribir a máquina bastante rápido (aunque fuera con solo dos dedos) desde temprano me permitió que la llegada a la universidad no fuera tan traumático, porque a algún compañero de clases en la UCV se apareció con un trabajo escrito a mano y mi profesor Tomás Páez, creo que fue él, se negó a aceptárselo no sin antes enrostrarle en el epígrafe de esta Alicia.

Continuará….


Año, 2014.

Nocturno con Tostiarepa

Nocturno de poeta y el tostiarepa.


Y  así fue como el bardo
resolvió el problema:
después de rellenarla
de nubes y de estrellas,
la luna en el bolsillo
le llevó a su doncella,
y ésta, que todavía
lo esperaba despierta,
entrándole a la luna
como a cualquier arepa,
se la pegó enterita
sin ver la diferencia.

Aquiles  Nazoa

No me gusta el tostiarepas, me gusta amasar y tratar de darle forma a las aperas que he de llevarme a la boca, en parte porque no hago las arepas de la forma clásica, en parte porque es rico calcular las bocas y hacer las arepas del tamaño justo según los comensales, rindiendo tributo a aquel adagio, probablemente español, pero que se hizo carne en la Venezuela en la cual me crié: Donde comen dos, comen tres.

Y en tantos años de exilio voluntario debo prepararlas del tamaño justo para que todos podamos comer al mismo tiempo, aunque debo confesar que si estoy solo y si nadie me ve, preparo una sola y única rueda de camión, “para mi solito” como dice el comercial de una lotería local.

Mariagracia sueña con el día que pueda alejarse  de la casa, tal vez he sido un padre demasiado omnipresente y ella ansía su libertad plena, aunque cada vez que deja alguna embarrada estoy cerca para recordarle que cuando ya no esté cerca habrá  de recordarme todos los días. Al contrario de Carolina que habiendo tenido la oportunidad de irse e a vivir fuera ha hecho lo imposible por quedarse acá, huyendo a la posibilidad de alejarse del confort de tener la mamá cerca. Son muy distintas mis dos hijas.

Mariagracia dedica, religiosamente, las mañanas de sus sábados a estudiar francés, guiada por la ilusión de que eso, tal vez, le ayude ganar una beca y la oportunidad de y vivir lejos de la mirada omnipresente de su padre. Cada vez que comete alguna pendejada digna de cualquier adolescente se decirle que no se preocupe que yo la agarro en la bajadita, pero creo que ella no entiende ese sutil dicho venezolano.

Creo alguna vez Mariagracia debió haber  imaginado lo difícil que podría ser su vida sin los desayunos arepísticos del domingo en la mañana lejos de casa,  hasta que un buen  día descubrió en el tostiarepa. Con sorpresa y con ingenuidad me comentó “que había un aparatito que te permitía hacer arepas con solo poner la masa”. Creo que su sorpresa fue mayor cuando descubrió  que yo sabía de la existencia de aquel artilugio; me preguntó por qué no teníamos uno. Le respondí que darle forma a un par de arepas un día en la semana no era mucho trabajo y que en Venezuela, que comen arepas todos los días eran muy necesarios, pero que aquí no me parecía muy útil. Pero mentí, nunca fui amigo de los tostiarera. Me respondió que para cuando ella se vaya de la casa quería llevarse uno.

Le dije que no se vendían en Ecuador, pero que les escribiera a sus tías para que le mandaran uno, pero no sin antes advertirle que le dedicara un par de horas de su vida a amasar arepas. No sea que le pase como a tía política de mí de mi gran amigo José Luis Cunha en los años de su exilio limeño. José Luís me contó, mientras caminábamos por el centro de Lima y celebraba la llegada de un kilo de Maizasabrosa con el cual agasajaría a su pequeña Paula.

José Luis me contó que su tía política de visita en Lima quiso con una arepada agasajar a sus amigos peruanos, pero que como ella en su vida había amansado un budare y confiada en la magia del tostiarepas invitó a comer arepas a sus amigos peruanos. No tomó en cuenta que la corriente 220 de Lima haría añicos la magia de su tostiarepas, al final no pudo hacer las arepas a "punta de budare" dejando muy mal para la comida nacional.

Así que de vez en cuando hago que Mariagracia trate de darle forma a un par de arepas no sea que la vida me la agarre en la bajadita.

Año, 2014.



Empújale la aguja

Empújale la aguja.


Estaba yo en una fiesta
Guarachando con vigor
Y en la mitad de pieza
El disco se me rayó…
La Billos Caracas Boys.


Una de las cosas que no se me ocurrió traerme cuando salí de Venezuela fue un par de discos de Yordano, en esa época los CD eran escasos y carísimos, no había llegado la industria del “pirateo” que nos permitió copiar la música con gran calidad y a bajísimo costo. En mis años copiar una canción era prodigio de tecnología, al menos debías tener un aparato con doble casetera.

Luego llegó la internet que nos regaló una generación que si bien son amantes de la música tienen la sensación de que la música es gratis, la bajan una de la red y la escuchan hasta el cansancio, luego la borran y va a la búsqueda de la nueva canción ad aerternum. Pareciera que para ellos la música es gratis, de hecho lo es.

En mis años juveniles la cosa no era así, si nos gustaba una canción debíamos  hacer economías y con lo que poco a poco nos iba quedando de la “merienda” reuníamos lo suficiente para comprar el disco. Si solo nos gustaba una canción comprábamos la versión “single” que era como les decían los locutores de radio a los discos de 45r.p.m pero si nos gustaba una banda o grupo de rock los ahorros a veces no eran suficientes y debíamos echar mano de tíos, abuelos y hermanos mayores quienes debían, tras algunos ruegos, completarnos para comprar el Long Play.

En mis días -luego de reunir el dinerito- íbamos con paciencia a Don Disco, que quedaba en el Centro Comercial Chacaíto a ver si no habían vendido el disco que queríamos, porque entre escoger el disco y reunir el dinero, podían pasar algunas semanas. Aunque el disco seguramente no aumentara de precio (la inflación no fue una preocupación en mi primera juventud) sí podía haber sido vendido.

Por ello, mi tienda de discos preferida no era Don Disco que era mucho más grande y surtida, yo prefería ir a otra tienda que quedaba en el Centro Comercial Country que era más pequeña, pero donde los dependientes eran más amables o descuidados y eso permitía que pudiéramos poner el disco seleccionado a buen resguardo en la sección de música clásica.

Por ello creo que nuestra relación con la música era más intensa ya que no solo debíamos reunir para comprar el disco, también debíamos cuidarlos como la niña de los ojos, para que no se nos rayaran. Porque no importa cuántas canciones tuviera un LP siempre se rayaba la canción preferida; y para no alargar el cuento no  hablemos de las agujas de punta de diamante que debíamos comprar también de cuando en vez.

Esta generación del MP3, no solo no pagan por la música, tampoco cuidan sus discos, de hecho no tiene discos, su música está en unos aparatitos pequeñísimo con capacidad de almacenar toda la música del mundo, una especie de Discoteca de Babel. 

En todo caso, no se me ocurrió traerme un disco de Yordano, ni si quiera se me ocurrió traer un TDK debidamente grabado. Ello hace mucho tiempo, la música gratis no existía,   para más detalles y puedan calcular el tiempo transcurrido les puedo decir que los diskettes típicamente eran de 51/4, los de 3 ½ eran aún escasos.  

Pero el azar inmóvil que todo lo mueve hizo que conociera a Mariela Martínez y en un viaje a Playas de Villamil puso en su carro, tal vez porque sabía que me traería buenos recuerdos, un cassete de Yordano. Mi alma volvió al cuerpo y le pregunté si podía copiarlo. Le di gracias Dios que la fama de Yordano haya llegado a estos lugares, así fue como me reencontré con la fase ochentera de mi juventud.

Ese cassete de Yordano y aquel de gaitas del cual creo que ya les hablé  (que por los mismos años) me envió Celia Soonets se convirtieron en mis preciadas joyas de mi colección musical por años,  hasta la llegada del MP3 y el Youtube que me ha permitido reencontrarme con millones de canciones que sazonaron nuestra juventud.  Pero no deja de dar cierta tristeza sabe que si esto fuera leído por algún jovencito de este siglo no logren entender la frase que intitula esta crónica.

Año, 2014.



Así es nuestra tradición

Así es nuestra tradición.


Una gaita aquí, una gaita allá,
Un homenaje a la Chiquinquirá.
Un palito aquí, otro más allá....
Así es nuestra Navidad.

Fiesta decembrina.
Cardenales del éxito.

En los años que vivimos en Chile nuestra Carolina estudió en un colegio de monjas, el Villa María Academy. Al principio lo odió con toda sus fuerzas, al venirnos lloró  durante días por dejar su colegio. Era un buen colegio y creo que Carolina disfrutó el par de años que pasó allí. Cuando llegó a tercer grado hubo que empezar a preparar la Primera Comunión. Como buen colegio de congregación lo involucraban -o al menos lo intentaban-  a uno con las actividades de la pastoral. Así que la preparación de la Primera Comunión que en cualquier colegio laico no consumiría más de un par de meses en el Villa María se llevaba un poco más de un año. Ya metidos es este lío de la  preparación de la Primera Comunión de Carolina nos tuvimos que incorporar a un grupo de reflexión bíblica.

Los primeros miércoles de cada mes nos reuníamos en casa de alguno de los padres para conversar sobre las enseñanzas católicas. En la forma que la pastoral organizaba las charlas cada semana le tocaba a una pareja prestar la casa y preparar los refrigerios y a otra preparar la charla. Catalina, que sabe que no soy exactamente muy piadoso, cuando nos tocó a nosotros ella se reservó la preparación de las viandas y me dejó la preparación de charla. Tal vez ella, ingenuamente, pensó que eso me ayudaría a llegar algún día al cielo.

Por azar, nos tocó como tema Los Días del Adviento. Yo no tenía de aquella tradición mayor  referencia que haber oído de ella alguna vez a Celia Soonets   (argentina de ascendencia estoniana y sirva esto como fe de erratas) y siempre me pareció que no era más que una tradición nórdica, siempre creí que era una tradición nacional como para nosotros lo es el pesebre navideño, el pan de jamón o el amigo secreto.

Coincidió la charla con nuestra partida, así que nos tocó despedirnos y hablarles al resto del grupo de la preparación de las navidades. Claro que traté de ceñirme a las enseñanzas bíblicas y por unos 5 ó 6 minutos lo logré.

Si me hubiera tocado cualquiera de los otros 13 temas, o si Catalina no hubiera tratado de comprometerme, hubiera sido más piadoso, pero allí parado frente a un montón de gente que, a pesar de haberme visto por casi todo un año, no sabían quién soy. Puesto allí en los primeros días de noviembre y con las ganas de ir a oír gaitas en el Hawaii Kai no pude resistir de hablarles de mis gaitas. De mi cassette de gaitas que me ha acompañado todos estos largos años de exilio voluntario. No me pude resistir en explicarles que las navidades inician con la feria de La Chinita, que para mí no hay acto más piadoso que dedicar estos últimos dos meses del año a las gaitas decembrinas.

Ellos en vano trataban de imaginar cómo sería aquella música y noté en sus ojos que se imaginaban coros de iglesias y esas cosas. Fue allí cuando les aclaré que nuestras gaitas estaban más cerca de la salsa que de la música escocesa.

Pude ver el horror dibujarse en los rostros de algunos. Tuve que explicarles que para nosotros la Navidad es fundamentalmente alegría y que cuando estamos alegres, no sé por qué, le provoca  bailar.

Año, 2001.

In memoriam

In Memoriam: Eliodoro González P.



Solo en casa, mientras esperaba que fuera 26 de diciembre y poder regresar a la oficina, me quedé viendo CCN en Español.  Me conmovió, para que negarlo, el reportaje de la CNN sobre las Navidades venezolanas. Coincidí con Claudio Nazoa que Las Navidades sin hallacas es como tener abuelita pero muerta.

Sentí envidia de no tener un trozo de hallaca para llevármelo a la boca. Era la primera vez, en años, que no había tenido una hallaca para comerla como si fuera la  sagrada hostia. Es decir masticando de a poquito y  casi chupándola con la parte final de la garganta. Por algún azar siempre había tenido una hallaca para comerla en Navidades. Ese año no hubo hallaca, ni pan de jamón, ni dulce de lechosa, ni ensalada de gallina, ni jamón planchado, ni pernil de cochino, ni torta negra, ni nada.

A mi humilde, parecer nuestra cultura culinaria es pobre durante todo el año; pero en diciembre abundan los platos típicos.  Parece extraño, pero si alguien te pregunta cuál es el plato típico venezolano, no pasas de La Arepa, y El Pabellón, si haces un esfuerzo La Cachapa. Puedes nombrar otros; pero tienen la debilidad de lo efímero y altamente esporádico. ¿Cuál es nuestro plato típico de Semana Santa? alguien puede decir que el Pastel de Morrocoy, pero eso está circunscrito a las riberas orientales del Orinoco. No llega a la dimensión nacional de la fanesca.

Que comemos los caraqueños el Día de Muertos, sonará  una exageración pero para mí es Chaulafán y Chop Suey. Si eres de los que van al Cementerio del Este, regresas hecho trizas después de la cola de ida y vuelta. Todos paramos en el restorán chino de la esquina, porque en todas las esquinas hay uno, y como autómatas, pedimos todos lo mismo: arroz chino y  Chop Suey. Nada comparable con las Guaguas de pan y  colada morada.

Pero en diciembre la cosa cambia, los platos son múltiples y más o menos homogéneos en toda Venezuela. Quizás sea el efecto del mestizaje, y por ello nuestra comida típica evolucionó rápidamente hasta perderse en una vorágine de influencias foráneas. Para mí El Pasticho es un plato típico venezolano, claro que es una lasaña, pero nos dimos la tarea de cambiarle el nombre y apropiarnos de él.

Entre todas las comidas ceremoniales, hay una que se impuso a fuerza de costumbre, de tradición, de calar en el gusto popular y de ganarse un par de medallas hace un mojonal de años: El Ponche Crema de Eliodoro Gonzaléz P.

No hay una Cesta de Navidad que no lleve una botella de Ponche Crema y nadie se toma un Ponche Crema en Abril.  Ha sido tan grande el éxito del bendito brebaje que se han popularizado recetas caseras de Ponche Crema. La sabiduría popular se las ha ingeniado para superarlo. Para devolverle  el  toque de nuez moscada y el espesor perdido. Ponche Crema es ya un genérico, en mi casa como en todas se prepara un Ponche Crema, pero en mi casa lo llamamos leche ’e burra y es tan bueno que casi puedo decir que el Mejor Ponche Crema es el de mi mamá.


Año, 1996.