El amolador...
El amolador de Caracas
No se escucha más con su flauta
Su recuerdo parece que fue un sueño
En el alma del viejo caraqueño.
Billo Caracas Boys.
Pasaba por la casa, todas las tardes, un zapatero que iba gritando de
una extraña manera: zapateroooooooo. Dejaba la O abierta y volvía a repetir el
grito, empezando sin haber terminado el anterior. Tanto así que uno lo que
llegaba a oír, realmente, era la ooooooo y ya uno sabía que venía un zapatero.
Entonces salíamos, corriendo, a buscar los zapatos viejos. Aquellos que se
habían quedado en el fondo del closet,
esperando su segunda vida. Este era un
grito universal ya que todos los zapateros gritaban igual, y todos ponían la media
suela por un par de monedas. Con
el tiempo ya nunca más los volví a oír. Imagino que la bonanza petrolera
desterró al zapatero remendón y, con ellos, la media suela. Nacimos al imperio
de los zapatos desechables.
También pasaba, en aquella época, un señor en una bicicleta andrajosa,
pero no gritaba, sonaba un pitico y uno sabía que venía el amolador. Eran
muchos, pero compartían ese eslogan musical que los identificaba. El sonido de
su pitico fue por muchos años su grito
de trabajo. Hasta el día que Piñerúa se hizo famoso con unos piticos idénticos
que emulaban su nombre. Sucedió algo
similar al grito de los zapateros, al oír las primeras notas del pitico, uno
sabía que por allí venía un Adeco.
Volviendo a los amoladores; su pitico hacía que mi hermana Betsy, al
oírlo, saliera corriendo a ponerse algún coroto en la cabeza y pidiera un
deseo. Era parte de una leyenda urbana que decía que: al oír pasar un amolador,
si te ponías algo en la cabeza, al pedir un deseo se cumpliría. No tengo idea de lo que hayan sido sus
deseos. Espero que todos se hayan cumplido
Los zapateros y los amoladores eran parte de la tradición medio rural de la Caracas de finales de los
sesenta. Se hicieron parte de la geografía de nuestra la ciudad. Tal como hoy
son, sin gritos ni pitos, los que recogen las latas de cerveza. Las mismas que
dejamos en las esquinas con despreocupación de saber que alguien pasará a recogerlas al día siguiente.
Ayer sentado en mi oficina oí pasar un amolador. El sonido de su pito
era distinto, pero era idéntico, tanto que lo reconocí al momento. Me asomé a
la ventana sólo a verificar que se trataba de un amolador. Efectivamente pasaba
un amolador, en una bicicleta desvencijada y añosa. Era una bicicleta muy
distinta a la que tenía el amolador que pasaba por frente de mi casa; pero era
un amolador. Me pareció raro que en una ciudad que presume de su cosmopolitismo
los amoladores sean tan idénticos a los de la Caracas de mi infancia. Me
pareció extraño a miles de kilómetros de Caracas los amoladores usaran un
pitico como el de Pinerúa. Sentí deseos de ponerme algo sobre la cabeza y no
desear nada.
Año, 1999.
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