Un conjunto de crónicas de un venezolano que partió de la patria y que desde la distancia recuerda el hermoso país... crónicas de cuando éramos felices y no lo sabíamos!!!
Día de difuntos...
No recuerdo que el día de muertos tenga un valor muy importante en Venezuela, pero gracias al sincretismo al que me he expuesto y por razones de índole personal, me vi obligado a dedicarle una ALICIA a este tema.
Pasaba por la casa, todas las tardes, un zapatero que iba gritando de
una extraña manera: zapateroooooooo. Dejaba la O abierta y volvía a repetir el
grito, empezando sin haber terminado el anterior. Tanto así que uno lo que
llegaba a oír, realmente, era la ooooooo y ya uno sabía que venía un zapatero.
Entonces salíamos, corriendo, a buscar los zapatos viejos. Aquellos que se
habían quedado en el fondo del closet,
esperando su segunda vida. Este era un
grito universal ya que todos los zapateros gritaban igual, y todos ponían la media
suela por un par de monedas. Con
el tiempo ya nunca más los volví a oír. Imagino que la bonanza petrolera
desterró al zapatero remendón y, con ellos, la media suela. Nacimos al imperio
de los zapatos desechables.
También pasaba, en aquella época, un señor en una bicicleta andrajosa,
pero no gritaba, sonaba un pitico y uno sabía que venía el amolador. Eran
muchos, pero compartían ese eslogan musical que los identificaba. El sonido de
su pitico fue por muchos años su grito
de trabajo. Hasta el día que Piñerúa se hizo famoso con unos piticos idénticos
que emulaban su nombre. Sucedió algo
similar al grito de los zapateros, al oír las primeras notas del pitico, uno
sabía que por allí venía un Adeco.
Volviendo a los amoladores; su pitico hacía que mi hermana Betsy, al
oírlo, saliera corriendo a ponerse algún coroto en la cabeza y pidiera un
deseo. Era parte de una leyenda urbana que decía que: al oír pasar un amolador,
si te ponías algo en la cabeza, al pedir un deseo se cumpliría. No tengo idea de lo que hayan sido sus
deseos. Espero que todos se hayan cumplido
Los zapateros y los amoladores eran parte de la tradición medio rural de la Caracas de finales de los
sesenta. Se hicieron parte de la geografía de nuestra la ciudad. Tal como hoy
son, sin gritos ni pitos, los que recogen las latas de cerveza. Las mismas que
dejamos en las esquinas con despreocupación de saber que alguien pasará a recogerlas al día siguiente.
Ayer sentado en mi oficina oí pasar un amolador. El sonido de su pito
era distinto, pero era idéntico, tanto que lo reconocí al momento. Me asomé a
la ventana sólo a verificar que se trataba de un amolador. Efectivamente pasaba
un amolador, en una bicicleta desvencijada y añosa. Era una bicicleta muy
distinta a la que tenía el amolador que pasaba por frente de mi casa; pero era
un amolador. Me pareció raro que en una ciudad que presume de su cosmopolitismo
los amoladores sean tan idénticos a los de la Caracas de mi infancia. Me
pareció extraño a miles de kilómetros de Caracas los amoladores usaran un
pitico como el de Pinerúa. Sentí deseos de ponerme algo sobre la cabeza y no
desear nada.
En estos días mi sobrina, quien también vive un exilio voluntario, me
envió una de esas graciosas tarjetas electrónicas. Se están volviendo muy
famosas y de verdad algunas de ellas son muy ingeniosas. La de mi sobrina tenía
la particularidad de hacerme oír una versión electrónica del himno nacional y
desde la distancia esas cosas son muy importantes.
Nuestro Himno Nacional, por
años, sirvió entre otras cosas para iniciar las clases y, como en todas partes,
lo cantábamos al entrar al colegio. Era un momento sagrado y por tal motivo,
estuvieras donde estuvieras, si lo escuchabas te veías obligado a detenerte y
quedarte inmóvil. Eso fue así por muchos años.
El himno también servía para
finalizar las emisiones de televisión, y los noctámbulos, al oírlo, sabíamos
que debíamos ir a-la-ca-mi-ta, como
decía el Topo Gigio. Eso fue así por años y a nadie molestaba. Pero fue el
célebre Luis Herrera Campins, quien además de hacernos vivir el Viernes
Negro, se le ocurrió la idea de hacer radiar las notas del Himno
Nacional al inicio al final y a medio día.
Supongo que LHC lo hizo en un arranque nacionalista. Me imagino
que supondría que las amas de casa, mientras apuradamente preparaban el
alimento de sus hijos y esposos, al oír las hermosas notas del Himno Nacional
se quedarían inmóviles mientras veían quemarse el arroz o las caraotas
refritas. Supongo que suponía que los
empleados bancarios, con apenas 30 minutos para almorzar presurosamente antes
de regresar a sus trabajos, si oían el Himno Nacional dejarían de comer y que
las personas que caminaban velozmente por la Avenida Urdaneta, se detendrían y
quedarían firmes bajo el solazo de marzo.
Recuerdo que en los primeros
días de la medida mi sobrina, la misma que me envió la postal, no tenía más de
4 años al oír el himno se paraba derechita. Pero con el tiempo nuestro himno se
nos convirtió en paisaje y comenzamos a ignorarlo, olímpicamente, mientras la
vida discurría normalmente.
Recuerdo que una vez, en una
reunión para ver las eliminatorias del mundial de Francia, que a menudo no son
más que un pretexto para reunirse y pegarse unas bielitas, un amigo colombiano
comentó que el de ellos era considerado como el más hermoso del mundo
después de la Marsellesa. Me quedé con la duda pero, no me quise poner a
discutir eso. Por una parte es imposible discutir con los fanáticos ese tipo de
cosas. Por otra, el nuestro, a decir de los entendidos es, musicalmente, muy
simple. Como yo no soy un experto en Himnos Nacionales no quise entrar en
detalles. Además en las transmisiones de fútbol uno no le para mucho a los
himnos y lo que interesa es el pitazo inicial.
Muchos años después del
comentario de Néstor González, así se llama mi amigo, encontré en Jorge Enrique
Adum la explicación: “eso se lo dicen a
todos los niños, excepto a los franceses”. Nuestro himno nacional, puede no
ser el segundo después de la Marsellesa, pero es nuestro y eso es más que
suficiente. Después de todo cuántos niños, franceses o no, son arrullados con
las notas de su Himno Nacional.
En este país cada vez que algo nuevo aparece le ponen como nombre emergente, de allí que hayan viñas emergentes, políticos
emergentes, países emergentes. Hasta se han
puesto de moda las llamadas terapias emergentes. Entre ellas, una que me
parece un poco extraña: orinoterapia. Es decir la gente se toma parte de su
propia orina en la mañana. No tengo idea si sea efectiva, no tengo idea si cure
algo. No tengo idea si tomarse la orina tenga algún efecto terapéutico, lo que
no puedo negar que es lo más emergente que
he oído.
Nosotros tenemos la costumbre de celebrar el nacimiento de nuestros
hijos como el sapo de la canción. Es normal que cuando tienes un hijo, vengan
los amigosa tomarse los meaos. Una forma graciosa en que denominados la
primera visita de amigos y familiares a conocer a nuestros hijos. En Ecuador
llaman a eso “poner el niño a la orden”.
Recuerdo que una vez, por casualidad, me encontré con un vecino, cuya esposa estaba embarazada,
a la entrada de una clínica en medio de las carreras y las angustias de última
hora. A los pocos días en la entrada del edificio me lo volví a encontrar y,
por simple buena educación, pregunté por su señora. Me indicó que estaba bien y
que “el niño estaba a la orden”. Le
di las gracias y nunca más volví a preocuparme por ese detalle. Al tiempo
descubrí que él tomó el hecho de no
haber ido a visitarlos como un desprecio; y yo tratando de ser cortés y
educado.
Cuando nació Mariagracia advertí a algunos amigos que los esperaba en
casa para tomarnos los meaos. Previendo que algún amigo emergente y muy literal no se fuera a
confundir con la moderna terapia, me di a
la tarea de explicarle que es nuestra forma de “ponerles la niña a la orden”. Algunos se rieron de nuestra
particular manera de llamar ese día especial en la vida de todo padre.
Tres días después vinieron los amigos más queridos a casa a conocer la pequeña
gota de rocío. Unos más que otros se sorprendieron de nuestra costumbre
de celebrar el nacimiento con ingentes cantidades de whisky; rápidamente
establecieron la relación entre la celebración y el color acaramelado del
licor.
Para los chilenos es una
atrocidad molestar a los nuevos padres
con una visita mayor a los 20 minutos. La visita se limita a llevar un presente y algún detalle para los
hermanos mayores, para que no se sientan celosos, 20 minutos máximo. Domingo Martínez un chileno, muy amigo de la
casa, se saltó todas las normas de la etiqueta y se quedó hasta bien entrada la
noche fascinado con nuestra idiosincrasia tropical y bullangera, dimos cuenta
de una par de botellas de Dewar’s. Si no hubiera sido por él me habría tenido
que tomar todo ese meao yo solito.
Alguna vez se han preguntado porque nos gusta esa cosa, que no es más
que un trozo de masa y con escaso sabor, al que llamamos arepa. No sabemos por
qué nos gusta; simplemente nos gusta y eso es suficiente. Qué venezolano no
sucumbe ante el sabor de una arepa.
Cualquier persona que vaya a Caracas te dirá que le gustaron las
arepas. La mitad, seguramente, habrá mentido. Es casi un insulto que nuestro
mayor estandarte de la comida típica sea algo desagradable. A la mitad restante
no le gustaron: seguramente le gustó la carne mechada o la ensalada de reina
pepiá con la cual las rellenaron. Frente a esos suculentos rellenos hay
que ser estúpido para que no te guste.
Hay que nacer en Venezuela para que te gusten las arepas. En su
defecto, en cualquier otra parte del
mundo en donde se consiga, con alguna regularidad, Harina Pan o algún sustituto
parecido, y que el aportante de una
parte, al menos, el 50% de tu carga genética sea venezolano.
Los domingos, en esta casa, es casi una tradición comer arepas.
Carolina, de quien ya han oído hablar, odia los domingos. Los odia simplemente
porque amanece la casa con el sonido de la cocina preparando arepas; y una vez
que otra, con las notas, sublimes, del Alma Llanera.
Poco a poco hemos logrado que se meta un trocito de arepa a la boca. A
Catalina, de quien también han oído hablar, ya casi, le gustan. Pero ha sido
una labor, titánica, de proselitismo arepístico que lleva no menos de 3 años. Y
debo confesar, modestia aparte, que cada
día me quedan mejores.
Claro que aquí no se consigue Harina Pan, pero la Maisabrosa es un buen
sustituto, el día que esa empresa quiebre no sé donde me voy a meter. Debo ser
el mejor cliente de esa empresa. El día que me vaya nos vamos a extrañar
mutuamente.
Pero la explicación del por qué nos gustan las arepas me la enseñó
Carolina y esa perversa ingenuidad con la cual interpreta el mundo. Una mañana
de domingo mientras me veía comer arepas (me como tres, de ley) me preguntó
porque no me comía esa parte macilenta que sacamos del centro. Le contesté con
una naturalidad, pasmosa, que eso era
para los pericos y los bebes.
Ahí me di cuenta del por qué nos gustan las arepas. Después de algunos
meses de haber sido alimentados con leche materna, o en su defecto con leche S-26,
el primer alimento sólido que nos llevamos a la boca es un poco de masa de
arepa con mantequilla y quesito rayado.
Nos gustan las arepas por obvias razones. Despiertas a la vida
degustando, directamente de los dedos de tu madre, la arepa. Tu madre, como la
mía, nos alimentó con amor, devoción y
en la más absoluta ingenuidad con esa
parte blanda de la arepa que reservamos para los pericos y los bebes. Como no
te va a gustar las arepas. Además nos estuvieron arrullando, por años, la célebre canción: arepita de manteca... arepita de cebada.
Algún diciembre fui a Caracas, mi hermana me invitó a comer al Sambil.
Me habló maravillas del fulano centro comercial, y de unas rosquillas de
canela: Cinnamon Rolls. Para qué decir que tuvimos que hacer una cola de no
menos de una hora. Estaba horrorizado ya que me parecía demasiado para comerse
un pan de canela y una taza de café;
cosa que ya hubiera cambiado por un Golfeado en km. 17 de la carretera al
Junquito. Pero las colas interminables parecen ser parte de la vida del
caraqueño, yo estaba allí medio cabreado,
pero en fin en otras cadenas de Fast Food, la cosa no es mejor, créanmelo.
Al fin llegamos a la caja y pedimos no sé cuantas rosquillas de esas y 5
marrones grandes. Ahí fue que quedé de una pieza, mi hermana me había
hecho hacer una cola de una hora para tomarme una taza de rico y estandarizado
Nescafé. El cual consumo resignado y felizmente
todas las mañanas.
Cuando llegue a vivir a este país si hubo alguna desagradable impresión
fue la inmensa cantidad de marcas de café instantáneo, para cualquier
venezolano una herejía. No encontraba explicación de ese hábito tan arraigado,
el argumento para consumir café instantáneo era “ahorra tiempo”. Aquello me parecía incomprensible: en términos de
tiempo colar un litro de café no consume más de 5 minutos, preparar
una taza de café soluble es más o menos el mismo. Busqué las explicaciones, las
había, pero no son importantes en este momento.
Tomarnos un “cafecito" en Venezuela no significa el acto de
servirse y tomar una taza de café, es de forma inequívoca, una invitación a
compartir una charla, a hablar de algo que, según a quien se invite, puede ir
de una reunión de negocios a una de abierta seducción. Por ello el café es un
artículo de primerísima necesidad. Llegar a una casa, implica que el anfitrión
se vea en la imperiosa necesidad de brindarte una tacita de café recién
colao. El protocolo te obliga a indicarle: “No, chico, no te
molestes…”. El anfitrión contestará:
“Pero si ya está listo.” Todos sabemos que a nadie se le ocurriría
brindarte un café recalentao.
Para nosotros, el café está asociado a su aroma, al olor que emana de
su preparación y, tal vez por ello el mercado de café instantáneo es minúsculo
en Venezuela. Ninguna marca de café instantáneo, ha logrado reproducir ese
efecto aromático. Tal vez sea parte de la franquicia y, Cinnamon Rolls, para
mantener un estándar requiere usar Nescafé.
Pero si hablamos de estándar hagan la prueba, en cualquier panadería de
Venezuela: un marrón es un
marrón, un con leche es un con leche, un guayoyo es un
guayayo. Puedes caminar un millón de cuadras; en todas te sirven lo
mismo y en todas ese aroma te invita a tomarte un cafecito y tomarte un
cafecito, siempre, invita a conversar.
Quien no ha pedido un perro con todoen Plaza Venezuela las tresaeme, luego de una trasnochada
de San
Viernes. Quien saliendo de una tasca
con “sopotocientas cervezas en una noche”
no ha ido a parar a un perrocalentero de Sabana Grande a
mitigar el filo que deja la Polar.
En mi época había uno que quedaba en el Obelisco de Altamira que era un
verdadero maestro del oficio. Allí fui a parar un par de veces, creo que ya no
existe, pero era famoso y, en aquella época,
lo conocía por su nombre de pila. Hoy mi memoria me ha abandonado y sólo
recuerdo que le ponía hasta carnita mechada y quesito parmesano. Fue quien
inauguró la sabia costumbre de regalarnos una colección de salsas de mil
colores y sabores que poco a poco se convirtió en la insignia de una industria
que vivía de los transnochadores.
El éxito de los perrocalenteros trató de ser imitado por muchos, pero pocos lo
lograron. Quien a las tresaeme no ha
pensado que es un Negocio Redondoeso de vender perrocalientesy mientras pide el segundo soñó con un
emprendimiento similar, y sigue soñando mientras pide el tercero; pero con full
mostaza.
Es gente industriosa y el éxito viene, si viene, después de mil y una
noches de trasnocho y lidiar con
borrachos y policías. Yo mismo tuve ese sueño, para luego entender que el
verdadero negocio no está en vender perrocalientes sino en fabricar los
benditos carros. Ambas son industrias que crecieron abrigadas por los sueños de
los ingenuos que habitamos las noches caraqueñas.
En estos días abrió, aquí, operaciones McDonald´s, como en todas partes
la cosa se convirtió en un acontecimiento, casi comparable con las Fiestas
Patronales de Elorza, hubo rifas, desfiles, camisetas y gorras a granel.
Me acordé cuando McDonald’s abrió su primer restorán en El Rosal; eran
los primeros días del fin. Nuestra clase
media, que había -de la noche a la mañana-
perdido la oportunidad de viajar a Miami, se concentró en El Rosal a
recuperar algo de su grandeza perdida, para después decir que son buenas; pero no se parecen a las que
comíamos en Orlando, mientras enjuagaba alguna lágrima.
Dicen las malas lenguas que la inversión se amortizó en esos 2 primeros
días de colas frente al counter de
atención de famoso restorán; yo no creo. Probablemente es fruto de la
maledicencia humana. El éxito es la peor carta de presentación. Si fue
cierto, no tiene nada de malo, si
alguien tiene una gran idea es justo que su esfuerzo financiero sea
recompensado con el éxito. Es igual que el negocio de los perrocalientes. No todos
triunfan.
El triunfo de McDonald’s fue el dolor de cabeza de las otras cadenas de
fast food y de algunas Areperas, pero
losperrocalientes de Plaza Venezuelasiguen alimentando, espero, las trasnochadas farras caraqueñas.
Pero lo que realmente me llamó la atención fue cuando estaba hace pocas
semanas leyendo una revista de negocios donde publicaban el Índice McDonald’s.
Simpático índice para medir el nivel adquisitivo de las respectivas monedas y
de allí el nivel de vida de las personas en los países en donde la cadena está
radicada. Es un índice muy sencillo dividen el costo del Big Mac entre el salario promedio neto y calculan el número de horas que se
requieren en cada país para acceder a
una hamburguesa.
Si supieran cuantas horas necesita un caraqueño estar detrás de la
computadora para comerse una hamburguesa seguro que si no se le quita el
hambre, al menos se les quita el hipo.
Gracias a
una Alicia que me envió mi buen amigo José Luis Cunha, quien se ha incorporado
a esta forma de narrar las cosas -a| ratos- con más entusiasmo que el mío,
descubrí que nunca le habíamos hecho un merecido homenaje a la máquina de
escribir, esa que nos acompañó desde el bachillerato hasta la universidad,
donde groseramente nos deshicimos de ellas rendidos ante el encanto de las PC y
los procesadores de palabras.
La Alicia
de José inicia de una manera extraña, ya que nos cuenta que ha regresado a las
Alicias, pero también (contrariamente a lo que está sucediendo) nos cuenta que
ha regresado al país, es decir mi buen amigo vive en una especie de exilio pa’dentro. Imagino que se le
mezclan los recuerdos y las añoranzas. Si me tocara regresar a vivir ahora a
Venezuela no imagino cómo podrían ser mis Alicias si a más de contarme a
Venezuela, tuviera que contarme también el Ecuador.
Con José Luis
nos conocimos hace un mojonal de años, porque gracias a la providencia alguna
Alicia mía llegó a su correo electrónico, y desde ese momento nos hicimos
panas. Pero fue muchos años después cuando nos vimos frente a frente en el
aeropuerto de Lima y por fin nos pudimos dar un estrechón de manos y el abrazo
respectivo, pero gracias a las Alicias ya éramos amigos.
Él regresó
al país y yo regreso a las Alicias luego de unos años de distancia, no las
volví a escribir en parte porque me era muy difícil y en parte porque el poco
tiempo libre se lo he dedicado a la crianza de mi pequeña Caraotica. Ahora ella
–entrando a la adolescencia- empieza a
reclamar otras cosas, menos cuidados y más atención.
Ayer, sin
ir muy lejos me pidió leer una de esas Alicias de las que tanto hablo, pero que
ella no había leído y le dije que al llegar a casa buscara en su gmail, porque
le había enviado una, como botón para muestra. Espero que las Alicia me ayuden
a generar con mi hija, como lo hizo con José Luis, otra forma de comunicarnos
ya que un café en Sweet&Coffe a veces no basta.
Ojalá que
las Alicias a las que vuelvo nos permitan a José, a Mariagracia y todos los que
se incorporen a esta manera de contarnos las cosas un espacio para: Reconstruir
la memoria del país que teníamos.
Hace muchos años, el primer diciembre que pasamos en Caracas al llegar
de El Tigre, mis hermanas pensaron en hacerle
cariños a mi madre preparando ellas las hallacas. Pero
para darle la gran sorpresa no le pidieron la receta. En aquella época vivía de
allegada en nuestra casa la señora
Geraldina. Esta cariñosa señora, gustosamente, se ofreció guiarlas en el delicado arte de hacer hallacas.
En realidad su ayuda consistió en, de vez en cuando, pasar cerca de la cocina y decirles: “el secreto de la hallaca está en la masa. Al
poco rato volvía a pasar y les decía: “el
secreto de la hallaca, está en el guiso”. Se iba sin otra consideración
para volver al rato y decirles: “el
secreto de la hallaca, está en las hojas”. Para no hacerles largo el
cuento, aquellas hallacas quedaron horribles y nadie pudo comerlas. Con los
años mis hermanas descubrieron en dónde estaba el secreto de la hallaca y desde
aquel día, todos los diciembres, alguien se acuerda de la señora Geraldina.
El primer año que pasé fuera de Venezuela, al llegar diciembre, mi
paladar comenzó a extrañar el sabor característico de nuestra tierra. Pero lo
resolví fácilmente, me hice invitar a pasar el 24 de diciembre a la casa de
Carlos León, un venezolano que compartió parte de este exilio voluntario. Carlos
León trabajaba, en aquellos años, en la Pepsi-Cola, pero su casa era una especie de sede alterna de la
Embajada de Venezuela. De hecho a su esposa Elizabeth, un poco en broma un poco
en serio, la llamábamos la cónsul. En su casa de Los Ceibos nos reuníamos a
compartir algo de nuestro sabor característico. Un par de veces me aparecí con
una tarrina con dulce de lechosa.
En estos días conocí a una chica que había vivido muchos años en
Caracas. Hablando de las navidades y las gaitas me dijo que extrañaba las
hallacas. Había en sus palabras, casi, una invitación a que tratara de
reproducirlas aquí. Hice algún comentario a la Harina Pan; pero me indicó
rápidamente que se conseguía en El Jumbo. Que era cara, pero se conseguía. Le ofrecí oír gaitas en mi casa,
pero con un poco desconsuelo, me dijo que ella tenía gaitas en su casa. Casi me
ofrezco a tratar de hacer unas pocas hallacas, pero me contuve. En realidad
odio hacer hallacas.
Mi cumpleaños es el 22 de diciembre y,
desde aquel día fatídico en que mis hermanas se les ocurrió ponerse a
inventar, mi cumpleaños quedó instituido
como el día oficial de la comida navideña. Por eso nunca me gustó hacer
hallacas; pasé muchos cumpleaños limpiando hojas de hallaca.
Para salirme del apuro en que me puso Andrea Cruz, al acordarme de la
señora Geraldina, le dije que hacer hallacas tenía su secreto y que yo no sabía
dónde estaba. Andrea me miró raro y se marchó sin entender.
Cuando entras a la escuela, te compran un lápiz.
Cuando pasas al bachillerato, te regalan un Papermate y cuando, por fin, entras
a la Universidad lo mejor es que veas cómo coño te haces de máquina de
escribir.
Oído en la UCV.
Hace muchos
años llevé a Mariagracia al oculista,
era su primera visita así que cálculo que no debe haber tenido más de 4 ó 5
años, porque mi pequeña Caraotica usa
lentes casi desde que salió del vientre materno. Aquella visita no se va a
borrar de mi mente porque no puedo
olvidar su cara de sorpresa al ver en el escritorio de la enfermera un aparato
extrañísimo y me preguntó: “Papá, ¿qué es eso?”. Giré mi vista y igualmente que
mi pequeña Mariagracia me quedé maravillado al ver una IBM Selectric.
Sí, estaba
frente a mí, la mismísima Selectric. Aquella viejísima máquina de “bolitas” que
era todo un portento tecnológico de la época, por primera vez se podía cambiar
el tipo de letra y podías escribir algo en cursiva con un mínimo esfuerzo. Aunque creo muy pocos lo hayamos hecho, porque
las fulanas bolitas, costaban una y parte de otra. Además traía corrector incorporado
que nos liberaba, por fin, del Tipex.
No lo sé,
pero imagino que a Mariagracia debió producirle una disonancia cognitiva ver
una computadora que no tuviera pantalla, le dije con naturalidad que era una
“máquina de escribir” y en ese momento
capté que había un abismo tecnológico entre ambos. Traté de explicarle, como se
le explica a un niño de 6 años, en qué consistía aquel aparato y que no tenía
pantalla porque no era una computadora. Como cualquier niño de 6 años, oyó la
explicación, hizo cara de entender y se desconectó; dejándome con mis
recuerdos. La enfermera me regaló una mirada cómplice y comprensiva.
Nunca tuve
una Selectric, las añoré siempre. Cuando tenía 14 años mi madre me regaló una
máquina de escribir, pero no era una Selectric… era una Brother, ni siquiera
era eléctrica era mecánica. Era de aquellas que tenían cinta bicolor rojo y
negro. Con el tiempo la parte negra de la cinta se iba desgastando y la roja
estaba allí, pura, virginal y desperdiciada. Así que yo solía comprar las cintas de un solo color y cuando se desgastaba le
daba vuelta a la cinta y volvía a utilizarla hasta que ya las letritas ya casi
no se distinguían porque salían de un color grisáceo; entonces había que
comprar una cinta nueva.
Mi madre me
regaló aquella Brother porque la vieja Remintong de la casa había sobrevivido a
todas mis hermanas y cuando me tocó heredarla las letras tenían la mala maña de
descuadrarse y siempre había un par de letras que se colocaban en donde les
daba la regalada gana, generalmente es la parte de la cinta donde la el rojo se
fundía con el negro. Yo soñaba que me regalaran una máquina eléctrica, pero mi
madre se apareció con una Brother sencillita, sentí lo mismo que hoy deben
sentir nuestros hijos cuando aspiran un Galaxy S5 y nos aparecemos un Huawei.
Pero para
qué mentirles, la Brother resultó una excelente compañera, y vivimos juntos
muchas aventuras, algunas que he pasado media vida tratando de olvidarlas, pero
sí fue una excelente compañera mi querida Brother. Aun extraño el sonido de la
campanita (ping) que nos avisaba que estábamos por llegar al margen derecho y
allí debían tener cuidado con la inspiración.
Yo nunca
fui tan prolijo como mi amigo José
Cunha y hacía directamente los
trabajos sobre la máquina de escribir, en parte porque detesto escribir a mano
ya que mi letra siempre fue horrible. A pesar de las miles de horas de “planas”
que mi madre me ponía a hacer en las vacaciones nunca pude hacer que mis letras
se circunscribieran al mínimo espacio que nos dejaban los cuadernos doble línea
Caribe. Mi madre siempre trató de
corregir mi fea caligrafía, pero con esa letra tan horrible siempre guardó las
ilusiones de que me hiciera médico; la decepcioné.
Ese hábito
de escribir a máquina bastante rápido (aunque fuera con solo dos dedos) desde
temprano me permitió que la llegada a la universidad no fuera tan traumático,
porque a algún compañero de clases en la UCV se apareció con un trabajo escrito
a mano y mi profesor Tomás Páez, creo que fue él, se negó a aceptárselo no sin
antes enrostrarle en el epígrafe de esta Alicia.
No me gusta
el tostiarepas, me gusta amasar y tratar de darle forma a las aperas que he de
llevarme a la boca, en parte porque no hago las arepas de la forma clásica, en
parte porque es rico calcular las bocas y hacer las arepas del tamaño justo
según los comensales, rindiendo tributo a aquel adagio, probablemente español,
pero que se hizo carne en la Venezuela en la cual me crié: Donde comen dos,
comen tres.
Y en tantos
años de exilio voluntario debo prepararlas del tamaño justo para que todos
podamos comer al mismo tiempo, aunque debo confesar que si estoy solo y si
nadie me ve, preparo una sola y única rueda
de camión, “para mi solito” como dice el comercial de una lotería local.
Mariagracia
sueña con el día que pueda alejarse de la casa, tal vez he sido un
padre demasiado omnipresente y ella ansía su libertad plena, aunque cada vez
que deja alguna embarrada estoy cerca
para recordarle que cuando ya no esté cerca habrá de recordarme
todos los días. Al contrario de Carolina que habiendo tenido la oportunidad de
irse e a vivir fuera ha hecho lo imposible por quedarse acá, huyendo a la
posibilidad de alejarse del confort de tener la mamá cerca. Son muy distintas
mis dos hijas.
Mariagracia
dedica, religiosamente, las mañanas de sus sábados a estudiar francés, guiada
por la ilusión de que eso, tal vez, le ayude ganar una beca y la oportunidad de
y vivir lejos de la mirada omnipresente de su padre. Cada vez que comete alguna
pendejada digna de cualquier adolescente se decirle que no se preocupe que yo
la agarro en la bajadita, pero creo que ella no entiende ese sutil dicho
venezolano.
Creo alguna
vez Mariagracia debió haber imaginado lo difícil que podría ser su
vida sin los desayunos arepísticos del domingo en la mañana lejos de
casa, hasta que un buen día descubrió en el tostiarepa.
Con sorpresa y con ingenuidad me comentó “que había un aparatito que te
permitía hacer arepas con solo poner la masa”. Creo que su sorpresa fue mayor
cuando descubrió que yo sabía de la existencia de aquel artilugio;
me preguntó por qué no teníamos uno. Le respondí que darle forma a un par de
arepas un día en la semana no era mucho trabajo y que en Venezuela, que comen
arepas todos los días eran muy necesarios, pero que aquí no me parecía muy
útil. Pero mentí, nunca fui amigo de los tostiarera. Me respondió que para
cuando ella se vaya de la casa quería llevarse uno.
Le dije que
no se vendían en Ecuador, pero que les escribiera a sus tías para que le
mandaran uno, pero no sin antes advertirle que le dedicara un par de horas de
su vida a amasar arepas. No sea que le pase como a tía política de mí de mi
gran amigo José Luis Cunha en los años de su exilio limeño. José Luís me contó,
mientras caminábamos por el centro de Lima y celebraba la llegada de un kilo de
Maizasabrosa con el cual agasajaría a su pequeña Paula.
José Luis
me contó que su tía política de visita en Lima quiso con una arepada agasajar a
sus amigos peruanos, pero que como ella en su vida había amansado un budare y
confiada en la magia del tostiarepas invitó a comer arepas a sus amigos
peruanos. No tomó en cuenta que la corriente 220 de Lima haría añicos la magia
de su tostiarepas, al final no pudo hacer las arepas a "punta de
budare" dejando muy mal para la comida nacional.
Así que de
vez en cuando hago que Mariagracia trate de darle forma a un par de arepas no
sea que la vida me la agarre en la
bajadita.
Una de las cosas que no se me ocurrió traerme
cuando salí de Venezuela fue un par de discos de Yordano, en esa época los CD
eran escasos y carísimos, no había llegado la industria del “pirateo” que nos
permitió copiar la música con gran calidad y a bajísimo costo. En mis años
copiar una canción era prodigio de tecnología, al menos debías tener un aparato
con doble casetera.
Luego llegó la internet que nos regaló una
generación que si bien son amantes de la música tienen la sensación de que la
música es gratis, la bajan una de la red y la escuchan hasta el cansancio,
luego la borran y va a la búsqueda de la nueva canción ad aerternum. Pareciera que para ellos la música es gratis, de
hecho lo es.
En mis años juveniles la cosa no era así, si nos
gustaba una canción debíamos hacer
economías y con lo que poco a poco nos iba quedando de la “merienda” reuníamos
lo suficiente para comprar el disco. Si solo nos gustaba una canción
comprábamos la versión “single” que era como les decían los locutores de radio
a los discos de 45r.p.m pero si nos gustaba una banda o grupo de rock los
ahorros a veces no eran suficientes y debíamos echar mano de tíos, abuelos y
hermanos mayores quienes debían, tras algunos ruegos, completarnos para comprar
el Long Play.
En mis días -luego de reunir el dinerito- íbamos
con paciencia a Don Disco, que quedaba en el Centro Comercial Chacaíto a ver si
no habían vendido el disco que queríamos, porque entre escoger el disco y
reunir el dinero, podían pasar algunas semanas. Aunque el disco seguramente no
aumentara de precio (la inflación no fue una preocupación en mi primera
juventud) sí podía haber sido vendido.
Por ello, mi tienda de discos preferida no era
Don Disco que era mucho más grande y surtida, yo prefería ir a otra tienda que
quedaba en el Centro Comercial Country que era más pequeña, pero donde los
dependientes eran más amables o descuidados y eso permitía que pudiéramos poner
el disco seleccionado a buen resguardo en la sección de música clásica.
Por ello creo que nuestra relación con la música
era más intensa ya que no solo debíamos reunir para comprar el disco, también
debíamos cuidarlos como la niña de los ojos, para que no se nos rayaran. Porque
no importa cuántas canciones tuviera un LP siempre se rayaba la canción
preferida; y para no alargar el cuento no
hablemos de las agujas de punta de diamante que debíamos comprar también
de cuando en vez.
Esta generación del MP3, no solo no pagan por la
música, tampoco cuidan sus discos, de hecho no tiene discos, su música está en
unos aparatitos pequeñísimo con capacidad de almacenar toda la música del
mundo, una especie de Discoteca de Babel.
En todo caso, no se me ocurrió traerme un disco
de Yordano, ni si quiera se me ocurrió traer un TDK debidamente grabado. Ello
hace mucho tiempo, la música gratis no existía, para más detalles y puedan calcular el
tiempo transcurrido les puedo decir que los diskettes típicamente eran de 51/4,
los de 3 ½ eran aún escasos.
Pero el azar inmóvil que todo lo mueve hizo que
conociera a Mariela Martínez y en un viaje a Playas de Villamil puso en su
carro, tal vez porque sabía que me traería buenos recuerdos, un cassete de
Yordano. Mi alma volvió al cuerpo y le pregunté si podía copiarlo. Le di
gracias Dios que la fama de Yordano haya llegado a estos lugares, así fue como
me reencontré con la fase ochentera de mi juventud.
Ese cassete de Yordano y aquel de gaitas del
cual creo que ya les hablé (que por los
mismos años) me envió Celia Soonets se convirtieron en mis preciadas joyas de
mi colección musical por años, hasta la
llegada del MP3 y el Youtube que me ha permitido reencontrarme con millones de
canciones que sazonaron nuestra juventud. Pero no deja de dar cierta tristeza sabe que
si esto fuera leído por algún jovencito de este siglo no logren entender la
frase que intitula esta crónica.
En los años que vivimos en
Chile nuestra Carolina estudió en un colegio de monjas, el Villa María Academy.
Al principio lo odió con toda sus fuerzas, al venirnos lloró durante días por dejar su colegio. Era un
buen colegio y creo que Carolina disfrutó el par de años que pasó allí. Cuando
llegó a tercer grado hubo que empezar a preparar la Primera Comunión. Como buen
colegio de congregación lo
involucraban -o al menos lo intentaban-
a uno con las actividades de la pastoral. Así que la preparación de la
Primera Comunión que en cualquier colegio laico no consumiría más de un par de
meses en el Villa María se llevaba un poco más de un año. Ya metidos es este
lío de la preparación de la Primera
Comunión de Carolina nos tuvimos que incorporar a un grupo de reflexión
bíblica.
Los primeros miércoles de cada mes nos reuníamos en casa de alguno de
los padres para conversar sobre las enseñanzas católicas. En la forma que la
pastoral organizaba las charlas cada semana le tocaba a una pareja prestar la
casa y preparar los refrigerios y a otra preparar la charla. Catalina, que sabe
que no soy exactamente muy piadoso, cuando nos tocó a nosotros ella se reservó
la preparación de las viandas y me dejó la preparación de charla. Tal vez ella,
ingenuamente, pensó que eso me ayudaría a llegar algún día al cielo.
Por azar, nos tocó como tema Los Días del Adviento. Yo no tenía de
aquella tradición mayor referencia que
haber oído de ella alguna vez a Celia Soonets
(argentina de ascendencia estoniana y sirva esto como fe de erratas) y
siempre me pareció que no era más que una tradición nórdica, siempre creí que
era una tradición nacional como para nosotros lo es el pesebre navideño, el pan
de jamón o el amigo secreto.
Coincidió la charla con nuestra partida, así que nos tocó despedirnos y
hablarles al resto del grupo de la preparación de las navidades. Claro que
traté de ceñirme a las enseñanzas bíblicas y por unos 5 ó 6 minutos lo logré.
Si me hubiera tocado cualquiera de los otros 13 temas, o si Catalina no
hubiera tratado de comprometerme, hubiera sido más piadoso, pero allí parado
frente a un montón de gente que, a pesar de haberme visto por casi todo un año,
no sabían quién soy. Puesto allí en los primeros días de noviembre y con las
ganas de ir a oír gaitas en el Hawaii Kai no pude resistir de hablarles de mis
gaitas. De mi cassette de gaitas que me ha acompañado todos estos largos años
de exilio voluntario. No me pude resistir en explicarles que las navidades
inician con la feria de La Chinita, que para mí no hay acto más piadoso que dedicar
estos últimos dos meses del año a las gaitas decembrinas.
Ellos en vano trataban de imaginar cómo sería aquella música y noté en
sus ojos que se imaginaban coros de iglesias y esas cosas. Fue allí cuando les
aclaré que nuestras gaitas estaban más cerca de la salsa que de la música
escocesa.
Pude ver el horror dibujarse en los rostros de algunos. Tuve que
explicarles que para nosotros la Navidad es fundamentalmente alegría y que
cuando estamos alegres, no sé por qué, le provoca bailar.
Solo en casa, mientras esperaba que fuera 26 de diciembre y poder
regresar a la oficina, me quedé viendo CCN en Español. Me conmovió, para que negarlo, el reportaje
de la CNN sobre las Navidades venezolanas. Coincidí con Claudio Nazoa que Las
Navidades sin hallacas es como tener abuelita pero muerta.
Sentíenvidiade no tener
un trozo de hallaca para llevármelo a la boca. Era la primera vez, en años, que
no había tenido una hallaca para comerla como si fuera la sagrada hostia. Es decir masticando de a
poquito y casi chupándola con la parte
final de la garganta. Por algún azar siempre había tenido una hallaca para
comerla en Navidades. Ese año no hubo hallaca, ni pan de jamón, ni dulce de
lechosa, ni ensalada de gallina, ni
jamón planchado, ni pernil de cochino, ni torta negra, ni nada.
A mi humilde, parecer nuestra cultura culinaria es pobre durante todo
el año; pero en diciembre abundan los platos típicos. Parece extraño, pero si alguien te pregunta
cuál es el plato típico venezolano, no pasas de La Arepa, y El Pabellón, si
haces un esfuerzo La Cachapa. Puedes nombrar otros; pero tienen la debilidad de
lo efímero y altamente esporádico. ¿Cuál es nuestro plato típico de Semana
Santa? alguien puede decir que el Pastel de Morrocoy, pero eso está
circunscrito a las riberas orientales del Orinoco. No llega a la dimensión
nacional de la fanesca.
Que comemos los caraqueños el Día de Muertos, sonará una exageración pero para mí es Chaulafán y Chop Suey. Si eres de los
que van al Cementerio del Este, regresas hecho trizas después de la cola de ida
y vuelta. Todos paramos en el restorán chino de la esquina, porque en todas las
esquinas hay uno, y como autómatas, pedimos todos lo mismo: arroz chino y Chop Suey. Nada comparable con las Guaguas de pan y colada morada.
Pero en diciembre la cosa cambia, los platos son múltiples y más o
menos homogéneos en toda Venezuela. Quizás sea el efecto del mestizaje, y por
ello nuestra comida típica evolucionó rápidamente hasta perderse en una
vorágine de influencias foráneas. Para mí El Pastichoes un plato típico venezolano, claro que es una lasaña, pero nos dimos la tarea de cambiarle
el nombre y apropiarnos de él.
Entre todas las comidas ceremoniales, hay una que se impuso a fuerza de
costumbre, de tradición, de calar en el gusto popular y de ganarse un par de
medallas hace un mojonal de años: El Ponche Crema de Eliodoro Gonzaléz P.
No hay una Cesta de Navidad que no lleve una botella de Ponche Crema y
nadie se toma un Ponche Crema en Abril.
Ha sido tan grande el éxito del bendito brebaje que se han popularizado
recetas caseras de Ponche Crema. La sabiduría popular se las ha ingeniado para
superarlo. Para devolverle el toque de nuez moscada y el espesor perdido.
Ponche Crema es ya un genérico, en mi casa como en todas se prepara un Ponche
Crema, pero en mi casa lo llamamos leche
’e burra y es tan bueno que casi puedo decir que el Mejor Ponche Crema es
el de mi mamá.
Hoy fui a probar el pan de jamón que está vendiendo mi buen amigo Roger
Cárdenas en sus locales de comida venezolana aquí en Quito. Hace quince años no
había muchos venezolanos por estas tierras y por lo tanto no había locales de
comida venezolana, si querías una arepa de “carne mechá” o alguna otra
exquisitez de la comida venezolana tenías que hacértela en casa.
Hoy la cosa ha cambiado y hay muchos y buenos locales de comida
venezolana. Entre ellos Na`Guara, un lindo restaurante de comida venezolana
atendido con una linda sonrisa venezolana.
Hace 15 años, como no había restaurantes de comida típica en Ecuador, me armé de paciencia, cariño y recuerdos para
reconstruir mi herencia culinaria entre ellas el pan de jamón que me ganó
amigos y cariños en Guayaquil. La cocina todavía me sigue ganado amigos e
historias. La comida y el acto supremo de cocinar para los tuyos construyen historias hermosas. Mariagracia se refiere a
mi manera de preparar el chocolate como el “Chocolate de la Abuelita Luz” y
crecerá creyendo que las tostadas francesas son un invento caraqueño.
Hace unos días, una buena amiga de aquellos años guayaquileños me
preguntó si este año iba hacer Pan de Jamón para anotarse con “algunitos”,
graciosa expresión ecuatoriana que tratan de minimizar el número final, suenan
poquitos; pero son bastantes. Aquella buena
amiga a quien hice probar el manjar caraqueño en mis primeros años de
residencia en la Perla del Pacífico me comentó que le parecía una excelente
idea para los regalos navideños de su empresa, y para convencer hasta me
ofreció pagármelos.
Le comenté que hacer panes de jamón siempre fue para mí un acto de
supremo amor y que no pensaría en lucrar con ellos, digamos en buen
guayaquileño: “que me le barajé” fue un pretexto para como diríamos en
Venezuela “sacarle el cuerpo” a la dura tarea de amasar 20 panes de jamón.
Hacer pan de jamón –para quien, como yo, amasa a mano- solo se explica como un
acto de amor, por lo tanto que no me pidiera someterme a esa dura tarea.
Además luego de muchos años me iría a pasar la navidades en Caracas y
en cada esquina tendría olor a pan de jamón así que no tenía motivos para
dedicarme a la amasadera de pan. Aunque estoy tentado a hacer un par para
dejarlos en casa y que los coman en la cena del veinticuatro, no se tal vez no
los haga y todo quede allí en una sana y postergada intención.
Empero me comprometí con Mariela Martínez a buscarle un pan de jamón
entre los muchos locales de comida venezolana que han proliferado en esta
hermosa ciudad que nos ha dado cobijo en este éxodo de venezolanos, aunque bien vista la cosa, como aquel refrán
rezaba, tanto nadar pa´morir en la orilla.
Así que fui a visitar y a probar los panes de jamón de Roger y los
acompañe con un papelón con limón (sé que igual que yo piensan que es una rara
combinación) pasé un rato allí haciendo tiempo para ir a visitar a un cliente,
con eso del Blackberry ya podemos hacer oficina desde cualquier lugar, era
viernes y el tráfico me hizo desistir de volver a casa.
En mis años guayaquileños, años de la bohemia, me gané algunos buenos
amigos a punta e’ pan de jamón. Pero, en todo caso, pero no dejó de parecerme hermoso que alguien
que no haya nacido en Venezuela lleguen las navidades y se acuerde del tierno
sabor de un buen pan de jamón.
Hoy pude mirar, mientras le daba su tetero –palabra que merece su
propia Alicia- a Mariagracia, en la Televisión Española a un simpático cocinero
–de cuyo nombre no puedo acordarme- que muy amenamente nos hace pensar que
cualquiera puede entrar en la cocina y preparar ricos platos. Este jovial
cocinero tiene desde hace muchos años un programa de TV que en balde ha tratado
de ser imitado por muchos, y en muchas partes, sin lograr la simpleza de sus
deliciosas preparaciones. Hoy, por ejemplo, nos deleitó con un bacalao en salsa
de pimientos verdes. Me quedé mirándolo y pensando que lo podría reproducir
–mutatis mutandis- con un filete de corvina. Para mí el bacalao siempre será
salado y cuya única utilidad será sustituir al Morrocoy en el pastel de la
Semana Mayor.
Hace algún tiempo Celia Soonets,
una amiga que vive su propio exilio voluntario, me envió un mail muy
entretenido que pretendía hacernos dar cuenta de cuan viejo somos. El mail en
cuestión preguntaba por cosas que definitivamente sólo podrías contestar si
eres tan viejo como yo. Una de aquellas preguntas nos interrogaba por el jingle
de Rikomalt, pasé horas tratando de recordar aquel jingle, pero no pude. Mi
frágil memoria siempre me hace malas pasadas. Apenas logré recordar que en
algún momento Las cuatro monedas hicieron un comercial para la marca de leche
malteada.
Al darme cuenta que de verdad podía contestar casi todas y cada una de
aquellas preguntas comencé a sentirme viejo. Uno no se da cuenta, pero con el
tiempo comienzas a dividir tu vida por décadas y que casi sin darte cuenta
estás más allá de la mitad de la vida.
Así que mandé a aquel mail a mi personal papelera de reciclaje, un
archivo donde acumulo los mail que mandan mis amigos. No sin antes jurar que
cuando fuera a Caracas me tomaría un Rikomalt con la esperanza, de que al
probarlo, recordaría aquel viejo jingle.
Cuando fuimos a Venezuela, de regreso de Morrocoy -el Parque Nacional-
paramos en Valencia. En la primera
panadería que encontramos pedí, además de las dos botellas de agua
mineral y una Sprite para Carolina, un Rikomalt, para mi decepción y sorpresa el portugués me
dijo no había. Supe, inmediatamente, que pasaría lo mismo que con la arepa de reina
pepiá; por años estaría buscándola sin poder, por extraña razón,
encontrarla.
Para los que no lo recuerden Las
cuatro monedas fueron una versión criolla de The Jackson’s Five (de
cuando los 5 eran bien negritos). Los
hermanitos O´Brian por años estuvieron
todos los miércoles, de la mano de Gilberto Correa, en De Fiesta con
Venevisión cantando y bailando todos vestidos muy
igualitos, con trajes de lentejuelas y esas cosas que se usaban en aquella
época de la TV a blanco y negro. No sé
si fue la breve incursión de Las cuatro monedas en la música
publicitaria o la incorporación de Gregory, el hermanito menor, lo que dio al
traste hasta con el nombre del grupo. En todo caso y desde aquel momento Las
cuatro monedas entraron en mi más profundo olvido y creo que en el de
muchos otros.
Al oír al cocinero español (sigo sin poder recordar su nombre) cantar
la primera estrofa de aquella canción, que le ganó instantes de fama a Henry
Stephen en La Madre Patria (supongo que gracias a algún carnaval en las Islas Canarias)
sin querer, y sin poder evitarlo, me acordé de esta vieja Alicia que había
quedado inconclusa por más de 2 años en mi personal papelera de reciclaje,
decidí terminarla y enviársela a Celia –creo que nunca le contesté su mail- Al oír cantar, a este dicharachero cocinero,
aquella vieja canción me di cuenta que soy más viejo que el hilo negro.