Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

lunes, 25 de enero de 2010

Puerta de Iglesia.



 



Nunca fui bueno para la pelota. De hecho, un poco en broma un poco en serio, mis amigos de colegio me llamaban puerta de iglesia, ya que decían que debía usarla como bate. Así que nunca fui un experto en la pelota. La primera vez que fui a un estadio de béisbol fue hace muchísimo tiempo, Los Piratas de Pittsburg y los Rojos de Cincinatti hicieron un par de juegos de exhibición en el Estadio Universitario. Así que el día en que a la escuela donde estudiaba alguien, supongo que los organizadores del evento,  hicieron llegar unas pocas entradas. A mi maestra le tocaron dos, así que se vio obligada buscar una forma democrática y justa de repartir entre 20 ó 30 carajitos aquel par de entradas.

Mi maestra no encontró mejor idea que rifarlas, pero para hacer un tributo a la perversión que debe haber en toda persona que se gana la vida  tratando de amaestrar a pequeñitos seres en el delicado arte de la vida; decidió hacer una pregunta y quienes supieran la respuesta ganarían una de aquellas preciadas entradas. Debió haber preguntado alguna de esas sandeces que la escuela primaria se empeña en enseñarnos y yo gané, tal vez por obra y gracia de ser de los primeros de la lista, una de aquellas entradas.

Esa fue la primera vez que fui a un estadio de béisbol, ese fue la primera vez que veía un partido de béisbol y obviamente no entendí mucho. Mi padre trató de explicarme algunas cosas, las más elementales; pero cualquiera que haya visto un partido de béisbol con un lego, sabrá lo difícil que es tratar de explicar lo emocionante que puede ser que durante nueve entradas no suceda nada.  Ese día no aprendí mucho a no ser que por qué aquellos caramelitos rellenos de chicle que vendían en todas las cantinas de los colegios, y que obviamente tenían la forma de pelota, se llamaban Baseball.

Eso fue hace muchos años, unos pocos años antes de que amaneciéramos con un barril de petróleo a 40 dólares, y todo se fuera a la cresta. Eran los años del primer gobierno de Caldera, eran los años de La Conquista del Sur, eran los años de la inauguración de la refinería de El Tablazo, eran los años que descubrimos que podíamos sembrar el país de emporios industriales con la  famosa fórmula de  “llave en mano” y jurábamos que nos las estábamos comiendo.  Eran los años dulces de un país que creía que el futuro estaba obligado a llegar. Eran los años de la televisión a blanco y negro.

Desde aquel día en que me gané esa entrada al partido de béisbol y dispuesto a aprender un poco más de aquel juego  todos los domingos, a golpe de 10 de la mañana, encendía el televisor para disfrutar del mejor programa de concursos que la televisión venezolana. Eran los días de El Batazo de la Suerte.

Enero, 2000


martes, 19 de enero de 2010

La cruz del sibarita.






Eran los años en los que El Nacional nos regalaba Séptimo Día. Ben Ami Fihman tenía una columna gastronómica, con aquel nombre, todos los domingos. Seguramente mas de uno leyó allí las mejores recomendaciones del dónde y el buen comer el Caracas.  Como yo era joven, medio bohemio y no tenía ni un clavo para amarrar un gallo, nunca pude hacer caso de aquellas recomendaciones gastronómicas. Así que debí vivir en la ignorancia de aquellos majares. Esperando que algún día pudiera darme la vida degustándolos en los restoranes de El Rosal. Como siempre el destino me jugó una mala pasada y de los buenos restoranes caraqueños solo puedo decir conocí apenas un par; y eso con las justas.

Mis aproximaciones más exitosas fueron a las Tascas de La Candelaria en donde, gracias  a la buena voluntad de sus dueños, uno salía bastante bien comido a punta de tortillas y empanadas gallegas y otras delicias de la cocina mediterránea. En esa época si el azar lo llevaba a uno un poco más al este, debí sazonar mis noches de fandango en una que otra arepera - había una muy buena en Las Mercedes, al ladito del CVA- en un par de perrocalenteros de la Plaza Venezuela o de Los Próceres según fuera el caso y la ruta de regreso a casa. Por esos años conocí a Fillipo, el perrocalentero de Altamira de quien creo ya les hablé. El nombre de aquel personaje se había perdido en mi cerebro; hasta que hoy Iruña me confirmó que aún sigue allí... Alimentado y alimentándose de la noche caraqueña.

Como pueden ver mi cultura culinaria  es bastante poco culta. He compensado ese desfase probando cosas que otras personas, en su sano juicio, no probarían nunca. He intelectualizado ese desfase desarrollando un gusto, mas bien una curiosidad, por lo popular. Fue así como viviendo en Guayaquil probé  un plato exquisito,  cuya receta parece obra del realismo-mágico: El Caldo de Manguera. Esta maravillosa preparación no resiste descripción posible. Su receta se las dejaré de tarea para la casa ya que nunca creerán sus inverosímiles ingredientes y alguno podrá o creer que lo estoy inventando.

En estos días la Carolina recibió una invitación a comer a casa de la Constanza, una amiguita de juegos. La habían invitado a comer completos. Así que se guardó para algo grande; al menos eso creyó en su mentecita golosa. Me preguntó que eran los completos y debí confesar mi ignorancia. Juntos rezamos por que no fuera algo con mucha ensalada y esas cosas que no son del agrado de mi hija. Un par de días después le pregunté que eran los famosos completos. Ella no lo sabía, apenas atinó a decir que habían servido en la casa de su amiga unos pequeños hot dog. Los cuales no le desagradan para nada. Imaginamos, tal vez quisimos imaginar, que un cambio de última hora había trastocado el menú.

Así que herido en mi curiosidad me aboqué a la tarea de descubrir que eran los famosos completos. Un amigo uruguayo –Horacio Filipelli- me confesó que no sabía de donde provenía el nombre; pero que no eran mas que eso: Hot Dog. Nos quedamos comentando de dónde provenía el nombre y descubrí que en su país son llamados Panchos. Así que debí decirle a mi hijita que los completos no eran mas que Hot Dog. No sin  antes decirle, para hacerla delirar,  que los del Drugstore medían un metro.


sábado, 16 de enero de 2010

Pequeña gota de rocio

Cuando llegue mi niña:
cantaré, cantaré
Cuando llegue mi niña:
reiré, reiré...

Como pequeña gota de rocío.
Simón Díaz.

El 15 de noviembre llegó el día más esperado de nuestras vidas. Luego de 38 semanas de larga espera, a las 10 de la noche, las contracciones se repitieron con una exactitud cronométrica. Cada cinco minutos, cerca 40 segundos cada una. Después de casi una hora Carolina ya no miraba el reloj; sumaba 5 cinco minutos y anotaba en un papel la hora de la contracción. Para ella era más importante la exactitud de la cuenta que de las propias contracciones.

Catalina sabía que algo iba a pasar; un dolor inmenso se focalizaba en sus caderas. Sentía, eso me dijo, que se partiría en dos. Ya habíamos pasado un par de noches anotando contracciones y tomando café como decía Carolina: para la nervisosidad. Empero, ese día eran distintas. Catalina sabía que algo iba a pasar. Llamamos a Margarita Burzosky (¡espero que se escriba así!) y le contamos que el día había llegado. Nos hizo las preguntas de rigor, aquellas que nos dijo que nos haría, y nos tranquilizó. Prometió llamarnos en una hora. En una hora nos llamó, volvió a tranquilizarnos y nos mandó a la clínica. Así que a las 2 de la mañana, con tranquilidad y nervios, nos dirigimos a la Clínica Alemana un par de horas (2:16, para ser exactos) después tenía entre mis manos el cuerpo de mi niña.

Un cuerpito de 49 centímetros, de casi de cuatro kilos. Azulado y, no me van a creer, con una especie de mantequilla que lo embadurnaba. Me la pusieron en los brazos, yo no sabía que hacer. Margarita me puso una mano en el hombro y me dijo: agárrala, es tuya. Yo quería llorar, quería besar a Catalina, abrazar a la niña. No sabía, exactamente, qué debía hacer. Todas las instrucciones que Margarita me había –cuidadosamente- dado las olvidé; pero doy gracias a Dios que en este país, lejos de la familia, de hermanas, madres, cuñadas y suegras, Margarita me puso aquella mano en el hombro.

Desde ese día me quedé embelesado mirando las dos paraparas que tiene mi hija por ojos y no puedo menos que intentar cantarle alguna canción de cuna, yo que no canto ni números de lotería. Le canto Arroz con leche, la única canción de cuna que, más o menos, me sé. Por razones prácticas decidimos presentarla como chilena, al fin y al cabo, cuando ella crezca podrá optar por cualquiera de las tres nacionalidades. Ella decidirá en su debido momento que es lo que le conviene más. De momento y para ganar terreno, medio de contrabando y sin que nadie sepa, cambio de canción y la arrullo con las sublimes notas del Himno Nacional.


Noviembre, 2000.

lunes, 11 de enero de 2010

Una noche de bohemia en Guayaquil.


Yo soy un bohemio
así es mi vida
y hoy que estoy tan lejos
mi alma no te olvida.
Por eso es que brindo
por mis buenos amigos
esta copa de vino…



Hoy fui a probar el pan de jamón que está vendiendo mi buen amigo Roger Cárdenas en sus locales de comida venezolana aquí en Quito. Hace quince años no había muchos venezolanos por estas tierras y por lo tanto no había locales de comida venezolana, si querías una arepa de “carne mechà” o alguna otra exquisitez de la comida venezolana tenías que hacértela en casa. Hoy la cosa ha cambiado y hay muchos y buenos locales de comida venezolana. Entre ellos Na`Guara, un lindo restaurante de comida venezolana atendido con una linda sonrisa venezolana.

Hace 15 años me armé de paciencia, cariño y recuerdos para reconstruir mi herencia culinaria entre ellas el pan de jamón que me ganó amigos y cariños en Guayaquil. La cocina todavía me sigue ganado amigos e historias. La comida y el acto supremo de cocinar para los tuyos construye historias hermosas. Mariagracia se refiere a mi manera de preparar el chocolate como el “Chocolate de la Abuelita Luz” y crecerá creyendo que las tostadas francesas son un invento caraqueño.

Hace unos días, una buena amiga de aquellos años guayaquileños me preguntó si iba hacer Pan de Jamón para anotarse con “algunitos”, graciosa expresión ecuatoriana que tratan de minimizar el número final, suenan poquitos; pero son bastantes. Aquella buena amiga a quien hice probar el manjar caraqueño en mis años de residencia en la Perla del Pacífico me comentó que le parecía una excelente idea para los regalos navideños de su empresa.

Le comenté que hacer panes de jamón siempre fue para mí un acto de supremo amor y que no pensaría en lucrar con ellos, digamos en buen guayaquileño: “que me le barajé” fue un pretexto para como diríamos en Venezuela “sacarle el cuerpo” a la dura tarea de amasar 20 panes de jamón. Hacer pan de jamón –para quien, como yo, amasa a mano- solo se explica como un acto de amor, por lo tanto que no me pidiera someterme a esa dura tarea. Además luego de muchos años me iría a pasar la navidades en Caracas y en cada esquina tendría olor a pan de jamón así que no tenía motivos para dedicarme a la amasadera de pan. Aunque estoy tentado a hacer un par para dejarlos en casa y que los coman en la cena del veinticuatro, no se tal vez no los haga y todo quede allí en una sana y postergada intención.

Empero me comprometí con Mariela Martínez a buscarle un pan de jamón entre los muchos locales de comida venezolana que han proliferado en esta hermosa ciudad que nos ha dado cobijo en este éxodo de venezolanos, aunque bien vista la cosa, como aquel refrán rezaba, tanto nadar pa´morir en la orilla.

Así que fui a visitar y a probar los panes de jamón de Roger y los acompañe con un papelón con limón (se que igual que yo piensan que es una rara combinación) pasé un rato allí haciendo tiempo para ir a visitar a un cliente, con eso del Blackberry ya podemos hacer oficina desde cualquier lugar, era viernes y el tráfico me hizo desistir de volver a casa.

En mis años guayaquileños, años de la bohemia, me gané algunos buenos amigos a punta e’ pan de jamón. Pero, en todo caso, pero no dejó de parecerme hermoso que alguien que no haya nacido en Venezuela lleguen las navidades y se acuerde del tierno sabor de un buen pan de jamón.


Diciembre, 2009