Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

sábado, 22 de mayo de 2010

Réquiem para un librero.

 













martes, 18 de mayo de 2010

Amor sobre Ruedas

                                                                


“se que tengo cilindros
Y un fuerte motor de explosión
Tengo volante y frenos
Lo que no saben es que tengo corazón”
Amor sobre ruedas.
Francisco de Paula


A veces, solemos creer que todo dura para siempre; sobre todo las cosas que de una u otra forma dejamos atrás cuando emprendemos el exilio, en mi caso, más o menos voluntario.

Hace poco leí, o escuché; de una entrevista que hizo Nitu Pérez Osuna a unos Venezolanos en el exterior, no recuerdo a tenor de qué; y expresaba que el mayor sueño de cualquier venezolano fuera de las fronteras es volver a su tierra; pensamiento con el que concuerdo en todas sus letras.

Siempre pensamos que a nuestro retorno a la patria, ya sea de vacaciones o para visitar la familia, encontraremos las cosas que dejamos, claro, empolvadas, arrimadas, quizá en casa de algún otro familiar; pero existiendo dentro del contexto en que se quedaron. En mi caso, entre las muchas cosas que no pude llevar cuando salí de Venezuela fue mi auto, mi R5, del 85; de fabricación francesa y que conduje desde 1994 hasta mi salida del país en diciembre de 2002.

Muchas cosas, sin embargo, continúan allá; cuando llego a casa de mis padres reconozco tantas que alguna vez ocuparon mi espacio y que ahora ornan las paredes de la sala de estar de la casa de mi madre, o en algún rincón escondido de la casa de mi hermana, así como muchas otras en las polvorientas cajas donde fueron embaladas. Algunas otras las tengo en la habitación que destinaron como “mía” y que aún guarda mi juego de cuarto, televisor, entre algunas otras cosas como libros, mi bolso de casetes y algunas películas en VHS. Cuando estoy allá, acaricio mis cosas, las uso, recuerdo… quizá en una interna felicitación y agradecimiento de que aún existan y que de alguna forma me esperen; empolvadas, pasadas de moda, pero aún allí.

Un día, en pleno paro petrolero de 2002, compré una pimpina de gasolina por la fortuna de 20 mil bolívares y se los puse al R5 rumbo a Cabimas; en dos días partiría, no había forma de llevarlo conmigo. Lo estacioné a un lado del garaje de mi padre y allí estuvo, siempre, como una bandera que reclamaba parte de mi espacio, como un recordatorio de que aún yo, estando fuera, tenía un pequeño espacio entre lo que por razones que día a día me duelen más, tuve que dejar atrás.

Mi R5, auto que me acompañó en tan diversas oportunidades, mi primer auto y por demás, con un rugiente motor que yo mismo ayudé a reparar de la mano de mi padre y mi tío César (QEPD); siempre significó para mi  mucho más que tuercas, aceite y cauchos. Ese pedacito de libertad que conduje por las calles marabinas, por las merideñas, por las autopistas y por tantos otros destinos era, sin lugar a duda uno de los atributos que hasta me llegó a caracterizar. Había pocos como ese auto, donde le veían aparcado un buen porcentaje de personas que me conocían identificaban mi presencia en el lugar, ya que no había otro como ese; al menos no en esa combinación de colores.

Daba problemas, si que los daba, como todo auto usado y antiguo, pero sólo llegó a “dejarme botado” una sola vez, de vuelta de Maracay a Maracaibo en un punto perdido entre Barquisimeto y Valencia; por un problema en la bomba de agua. Tantas otras veces me dio qué hacer, pero siempre encontraba la manera de rodarlo hasta llegar a “destino seguro”.

No era sólo un auto, era un pedazo de la persona que lo manejaba. Un joven lleno de ilusiones, de proyectos, de ideas medias revolucionarias con ganas de cambiar el mundo; mi R5, mi Chispita, el Chugabún, como le llegué a apodar en alguna oportunidad.

Hoy, hablé con mis padres por teléfono y me enteré de que finalmente el auto lo habían negociado para la venta; la cantidad de la transacción no importa, de cualquier forma parece irrisoria ante todo el sentimiento que escondían entre sus asientos, en las piezas de ese motor que ayudé a armar, en la palanca de cambios que tantas veces agité de un lugar a otro para dirigir mi camino; aún a una pequeña escala. Ya no está.

En febrero estuve en la patria por 14 días, una tarde, a dos días de mi retorno, le di una buena lavada, limpié con detenimiento su interior, sacudí el polvo, lo encendí, no lo saqué del garaje porque estaba con un problema de frenos; pero sentí el vibrar de sus cuatro cilindros frente a mis manos. No estaba por saber en ese instante que sería la última vez que le vería, al menos entero… y en casa.

Poco a poco vamos siendo desplazados del lugar que creímos que permanecería intacto; de las cosas que dejamos, las personas continúan su vida, donde acostumbramos ver terreno ahora hay casas, donde había un edificio, ahora ya no está; la calle de un solo sentido ahora es doble, el lugar de nuestro auto, ahora está vacío.

Sí, el sueño de todo venezolano en el exterior es volver a la patria, siempre esperando que las cosas que dejamos sigan allí, esperándonos, intactas; pero el tiempo se encarga de moverlas, las necesidades de otros, las circunstancias. El país que dejamos tampoco es el mismo que encontraremos a la vuelta del exilio; muchas personas que dejamos en ella ya no estarán, quizá viviendo sus propios exilios más o menos voluntarios o definitivamente involuntarios.


José Luis Cunhao
Mayo 17, 2010