“se que tengo cilindros
Y un fuerte motor de explosión
Tengo volante y frenos
Lo que no saben es que tengo corazón”
Amor sobre ruedas.
Francisco de Paula
A veces, solemos creer que todo
dura para siempre; sobre todo las cosas que de una u otra forma dejamos atrás
cuando emprendemos el exilio, en mi caso, más o menos voluntario.
Hace poco leí, o escuché; de una
entrevista que hizo Nitu Pérez Osuna a unos Venezolanos en el exterior, no
recuerdo a tenor de qué; y expresaba que el mayor sueño de cualquier venezolano
fuera de las fronteras es volver a su tierra; pensamiento con el que concuerdo
en todas sus letras.
Siempre pensamos que a nuestro
retorno a la patria, ya sea de vacaciones o para visitar la familia,
encontraremos las cosas que dejamos, claro, empolvadas, arrimadas, quizá en
casa de algún otro familiar; pero existiendo dentro del contexto en que se
quedaron. En mi caso, entre las muchas cosas que no pude llevar cuando salí de
Venezuela fue mi auto, mi R5, del 85; de fabricación francesa y que conduje
desde 1994 hasta mi salida del país en diciembre de 2002.
Muchas cosas, sin embargo,
continúan allá; cuando llego a casa de mis padres reconozco tantas que alguna
vez ocuparon mi espacio y que ahora ornan las paredes de la sala de estar de la
casa de mi madre, o en algún rincón escondido de la casa de mi hermana, así
como muchas otras en las polvorientas cajas donde fueron embaladas. Algunas
otras las tengo en la habitación que destinaron como “mía” y que aún guarda mi
juego de cuarto, televisor, entre algunas otras cosas como libros, mi bolso de
casetes y algunas películas en VHS. Cuando estoy allá, acaricio mis cosas, las
uso, recuerdo… quizá en una interna felicitación y agradecimiento de que aún
existan y que de alguna forma me esperen; empolvadas, pasadas de moda, pero aún
allí.
Un día, en pleno paro petrolero
de 2002, compré una pimpina de gasolina por la fortuna de 20 mil bolívares y se
los puse al R5 rumbo a Cabimas; en dos días partiría, no había forma de
llevarlo conmigo. Lo estacioné a un lado del garaje de mi padre y allí estuvo,
siempre, como una bandera que reclamaba parte de mi espacio, como un recordatorio
de que aún yo, estando fuera, tenía un pequeño espacio entre lo que por razones
que día a día me duelen más, tuve que dejar atrás.
Mi R5, auto que me acompañó en
tan diversas oportunidades, mi primer auto y por demás, con un rugiente motor
que yo mismo ayudé a reparar de la mano de mi padre y mi tío César (QEPD);
siempre significó para mi mucho más que
tuercas, aceite y cauchos. Ese pedacito de libertad que conduje por las calles
marabinas, por las merideñas, por las autopistas y por tantos otros destinos era,
sin lugar a duda uno de los atributos que hasta me llegó a caracterizar. Había
pocos como ese auto, donde le veían aparcado un buen porcentaje de personas que
me conocían identificaban mi presencia en el lugar, ya que no había otro como
ese; al menos no en esa combinación de colores.
Daba problemas, si que los daba,
como todo auto usado y antiguo, pero sólo llegó a “dejarme botado” una sola
vez, de vuelta de Maracay a Maracaibo en un punto perdido entre Barquisimeto y
Valencia; por un problema en la bomba de agua. Tantas otras veces me dio qué
hacer, pero siempre encontraba la manera de rodarlo hasta llegar a “destino
seguro”.
No era sólo un auto, era un
pedazo de la persona que lo manejaba. Un joven lleno de ilusiones, de
proyectos, de ideas medias revolucionarias con ganas de cambiar el mundo; mi
R5, mi Chispita, el Chugabún, como le llegué a apodar en alguna oportunidad.
Hoy, hablé con mis padres por
teléfono y me enteré de que finalmente el auto lo habían negociado para la
venta; la cantidad de la transacción no importa, de cualquier forma parece
irrisoria ante todo el sentimiento que escondían entre sus asientos, en las
piezas de ese motor que ayudé a armar, en la palanca de cambios que tantas
veces agité de un lugar a otro para dirigir mi camino; aún a una pequeña
escala. Ya no está.
En febrero estuve en la patria
por 14 días, una tarde, a dos días de mi retorno, le di una buena lavada,
limpié con detenimiento su interior, sacudí el polvo, lo encendí, no lo saqué
del garaje porque estaba con un problema de frenos; pero sentí el vibrar de sus
cuatro cilindros frente a mis manos. No estaba por saber en ese instante que
sería la última vez que le vería, al menos entero… y en casa.
Poco a poco vamos siendo
desplazados del lugar que creímos que permanecería intacto; de las cosas que
dejamos, las personas continúan su vida, donde acostumbramos ver terreno ahora hay
casas, donde había un edificio, ahora ya no está; la calle de un solo sentido
ahora es doble, el lugar de nuestro auto, ahora está vacío.
Sí, el sueño de todo venezolano
en el exterior es volver a la patria, siempre esperando que las cosas que
dejamos sigan allí, esperándonos, intactas; pero el tiempo se encarga de
moverlas, las necesidades de otros, las circunstancias. El país que dejamos
tampoco es el mismo que encontraremos a la vuelta del exilio; muchas personas
que dejamos en ella ya no estarán, quizá viviendo sus propios exilios más o
menos voluntarios o definitivamente involuntarios.
José Luis Cunhao
Mayo 17, 2010
de verdad es una gran tristeza q la vida te obligue a vivir estas situaciones, q a la final forman parte de la madurez del ser humano, de la evolucion y el cambiar de piel. saludos hermano del exilio obligado.
ResponderEliminarErick Bastardo.- VENEZOLANO!
Bueno, por eso dice Paulo Coehlo:"Cerrando círculos"... En la vida hay que avanzar, y se avanza mirando hacía adelante.
ResponderEliminar