Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

martes, 13 de abril de 2010

Borra y va de nuevo...




Hace poco Yambal, una marca de cosméticos, le regaló a esta ciudad un reloj de flores muy parecido al que alguna vez, creo, hubo en la Plaza Venezuela. Pero no puedo estar seguro si realmente existió o yo simplemente lo soñé, recurrí a la página de Facebook Caracas en Retrospectiva a refrescar mi memoria, pero no encontré un registro fotográfico de aquel reloj que domina mi memoria, tal vez lo soñé.  Si realmente existió sucumbió ante la competencia del reloj de La Previsora.

La Plaza Venezuela fue un gran estandarte de la Caracas sesentiana y allí vimos nacer y morir un millón de fuentes. Eran inauguradas y destruidas, con asombrosa velocidad. Por alguna extraña razón todas las fuentes de la Plaza Venezuela estaban, al nacer, condenadas a ser destruidas. Esta última creo que es la que más ha durado y como gran logro, tiene la particularidad de que para apreciar toda su belleza hay que estar en los pisos más elevados de los edificios que la circundan. Al parecer todo lo que se colocaba en la plaza estaba condenado al fracaso. 

Así pasó con aquella escultura que emulaba el estudio fisiológico del cuerpo humano de  Da Vinci; luego desapareció y anduvo perdida algunos años, creo que fue rescatada y está ahora en alguna otra parte. También hubo una escultura de Soto (creo que era de él) llamada (creo) El As de Solar. Era una hermosa escultura en aluminio y un buen día desapareció, probablemente fue desmantelada, paulatinamente, para rendir tributo al afán reciclador de los recogelatas. 

Por algún tiempo la Plaza sirvió para cobijar la rueda del triunfo de Lorenzo Fernández. Otra cosa que adornó aquella Plaza Venezuela fue un grandísimo anuncio de neón de  Coca-Cola. Pero vivíamos el imperio de la Pepsi y por años, al menos para mí, Coca-Cola no era mas que una marca de yoyos.

Pero no todo era borra y va de nuevo,  en honor a la verdad hubo cosas estables en aquella Plaza Venezuela; entre ellas los perrocalenteros que hicieron de aquel lugar su centro de operaciones desde el cual, un buen día, dominaron toda la ciudad.

Una de las cosas más estables en aquella Plaza Venezuela fue la pancarta del Teatro del Este. Recuerdo que en aquel edificio -que exhibía el enorme aviso de neón  de Polar, que en los diciembres se convertía en un arbolito- quedó, por años, el Teatro del Este. Allí en su inmensa cartelera por años pudimos ver grandes vallas promocionales de las películas que el teatro exhibiría.

Nació la moda de remodelar viejos edificios y mientras el edificio Polar se convertía en el hermano menor del Cubo Negro; la gran pancarta desapareció y creo El Teatro del Este perdió allí parte de su personalidad, aquella pancarta despertaba, en alguna medida, el deseo de ver la película que con vistosos colores se anunciaba. 

Una vez convertido el Edificio Polar en el hermano menor del Cubo Negro fue coronado por una gran bola de Pepsi y luego alguien aprovechó la idea y colocó una enorme taza de Nescafé en otro edificio cercano; en realidad pudo haber sido al revés ya que cuando éstas nuevas identidades  de la Plaza Venezuela nacieron yo ya no vivía en Caracas, y las conocí juntas. Y ahora parece que estos dos estandartes de la Plaza Venezuela, corren el riesgo de desaparecer también. Parece ser la maldición de la Plaza Venezuela o tal vez sea su verdadera identidad, la de estar allí cambiando.

Allí en aquella pancarta del Teatro del Este, se anunció por meses La Conquista del Planeta de los Simios, una de las tantas secuelas de aquella hermosa película que nos abofeteó sobre la posibilidad inmanente de que en un arranque de locura destruiríamos el planeta, eran los años de la guerra fría y el holocausto nuclear era un posibilidad bastante cierta. El Planeta de los Simios vivió en nuestro inconsciente colectivo por años y llegó a convertirse, al menos para mí,  en una película de culto. Poco a poco Hollywood en entrenó en el delicado arte del remake. Empero nadie se había atrevido a profanar el culto hasta que Tim  Burton  decidió regalarnos una nueva versión del clásico sesentiano.

Cuando la me pasaron en la tele me senté a verla con Mariagracia, obviamente no le gustó mucho y creo que la toleró solo por hacerme compañía. Al terminar le expliqué que esa era la versión de Tim Burton, pero que en mi infancia, cuando tenía mas o menos su edad, había visto la versión original y que era mucho mejor, le prometí tratar de encontrar la versión original en DVD, para que la viéramos juntos, pero en realidad no me propuse a buscarla, no creí que en realidad a ella le importara.

Hace un par de semanas fuimos a ver Alicia en el País de las Maravillas al salir del cine,  frente al helado de rigor, me preguntó si me había gustado, le dije que no mucho que esperaba algo mejor. Mientras comía su helado, me miró y como una gran experta en cine me indicó, ciertamente, que era la versión de Tim Burton, pero que a ella sí le había gustado.

jueves, 1 de abril de 2010

Pata-Pata



Debía estar corriendo el año 69 -año más, año menos-  la televisión era a blanco y negro, nadie podía imaginar que pudiera ser de otra forma, el yogur se llamaba Yoka, las fiestas eran con la Billo Caracas Boy’s o los Melódicos. Estaba de moda el Cachascascán y su mayor exponente Bassil Bathá; ganó fama con su célebre llave Doble Nelson. Bassil Bathá, quién -eso creo; pero no puedo dar fe- cansado de ganarse la vida con las patadas voladoras y simulando golpizas decidió aprovechar la fama ganada en las arenas del Nuevo Circo para abrir una tienda de ropa en El Silencio.

Eran los años felices de finales de los sesenta, aún reinaba en nuestras cuentas nacionales el fifty-fifty. Un anglicismo para decir, como en los juegos de muchachos, contá y mitá. Así que con aquella fórmula, de la que, a ratos, creo  no debimos haber salido, los americanos se llevaban su buena tajada de la venta del petróleo y al estado venezolano le quedaba lo justo para vivir, como la mayoría de las familias venezolanas de aquella época,  humilde; pero dignamente.

Por aquella época no existían las multinacionales de la noticia, CNN (si era que existía) probablemente era un canal local.  Las noticias sucedían al mismo ritmo que suceden hoy; pero nos enterábamos un par de días después. En aquellos días Adolfo Martínez Alcalá era, tal vez, la voz con mayor credibilidad de la radio venezolana. Comenzaba la tanda de noticias en Radio Capital con la lista del montón de nombres  las principales agencias noticiosas internacionales. Como no había imágenes las siglas de antecedía les deba credibilidad, o por lo menos nos indicaba de cuál lado de La Guerra Fría estaban. En aquella época existían dos Alemanias, y un solo Berlín, separado por un muro levantado entre gallos y media noche.

El mundo, en aquellos años, era más grande de lo que es ahora. Sudáfrica existía en el mismo sitio que existe hoy, pero de aquella república sabíamos poco, muy poco. El único nombre que podíamos asociar era el de Richard Bernard (¿sería él?) y eso porque se le ocurrió trasplantar un corazón, una hazaña en aquella época y aún en esta.  Por aquella época Nelson Mandela no era el presidente de Sudáfrica, era una víctima del Apartheid (¿se escibirá así?) Proveniente de aquellas tierras africanas por aquella época nos visitó  Miriam Makeeba (¡creo que se escribe así!), y un ritmo contagioso llamado el Pata-Pata, eran los años felices. Mas de uno bailó el Pata-Pata aunque nadie entendió la letra, no importaba. 

No con poca sorpresa el domingo pasado debí cederle a Carolina el control del equipo de sonido. Para ella, la tortura de oír música venezolana, ya era suficiente. Así que tomó, casi por asalto, el equipo de sonido. Disfrutó haciéndome oír a su cantante predilecta: Thalia. No con poca sorpresa pude escuchar el remake mexicano de aquella canción. Me acordé de Miriam Makeeba. No con poca sorpresa Carolina escuchó mi explicación de que aquella era una vieja canción y que Thalia se la  copiado. En defensa de su heroína musical argumentó que ella se había copiado sólo una canción y que los A-teens se los habían copiado todos. Como siempre Carolina tenía razón.

 

Marzo, 2000.