Nunca fui bueno para la pelota.
De hecho, un poco en broma un poco en serio, mis amigos de colegio me llamaban puerta
de iglesia, ya que decían que debía usarla como bate. Así que nunca fui un
experto en la pelota. La primera vez que fui a un estadio de béisbol fue hace
muchísimo tiempo, Los Piratas de Pittsburg y los Rojos de Cincinatti hicieron
un par de juegos de exhibición en el Estadio Universitario. Así que el día en
que a la escuela donde estudiaba alguien, supongo que los organizadores del
evento, hicieron llegar unas pocas
entradas. A mi maestra le tocaron dos, así que se vio obligada buscar una forma
democrática y justa de repartir entre 20 ó 30 carajitos aquel par de entradas.
Mi maestra no encontró mejor idea
que rifarlas, pero para hacer un tributo a la perversión que debe haber en toda
persona que se gana la vida tratando de
amaestrar a pequeñitos seres en el delicado arte de la vida; decidió hacer una
pregunta y quienes supieran la respuesta ganarían una de aquellas preciadas
entradas. Debió haber preguntado alguna de esas sandeces que la escuela
primaria se empeña en enseñarnos y yo gané, tal vez por obra y gracia de ser de
los primeros de la lista, una de aquellas entradas.
Esa fue la primera vez que fui a
un estadio de béisbol, ese fue la primera vez que veía un partido de béisbol y
obviamente no entendí mucho. Mi padre trató de explicarme algunas cosas, las
más elementales; pero cualquiera que haya visto un partido de béisbol con un
lego, sabrá lo difícil que es tratar de explicar lo emocionante que puede ser
que durante nueve entradas no suceda nada.
Ese día no aprendí mucho a no ser que por qué aquellos caramelitos
rellenos de chicle que vendían en todas las cantinas de los colegios, y que
obviamente tenían la forma de pelota, se llamaban Baseball.
Eso fue hace muchos años, unos
pocos años antes de que amaneciéramos con un barril de petróleo a 40 dólares, y
todo se fuera a la cresta. Eran los años del primer gobierno de Caldera, eran
los años de La Conquista
del Sur, eran los años de la inauguración de la refinería de El Tablazo, eran
los años que descubrimos que podíamos sembrar el país de emporios industriales
con la famosa fórmula de “llave en mano” y jurábamos que nos las
estábamos comiendo. Eran los años dulces
de un país que creía que el futuro estaba obligado a llegar. Eran los años de
la televisión a blanco y negro.
Desde aquel día en que me gané
esa entrada al partido de béisbol y dispuesto a aprender un poco más de aquel
juego todos los domingos, a golpe de 10
de la mañana, encendía el televisor para disfrutar del mejor programa de
concursos que la televisión venezolana. Eran los días de El Batazo de la Suerte.
Enero, 2000
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