Deus ex machina.
Cuando entras a la escuela, te compran un lápiz.
Cuando pasas al bachillerato, te regalan un Papermate y cuando, por fin, entras
a la Universidad lo mejor es que veas cómo coño te haces de máquina de
escribir.
Oído en la UCV.
Hace muchos
años llevé a Mariagracia al oculista,
era su primera visita así que cálculo que no debe haber tenido más de 4 ó 5
años, porque mi pequeña Caraotica usa
lentes casi desde que salió del vientre materno. Aquella visita no se va a
borrar de mi mente porque no puedo
olvidar su cara de sorpresa al ver en el escritorio de la enfermera un aparato
extrañísimo y me preguntó: “Papá, ¿qué es eso?”. Giré mi vista y igualmente que
mi pequeña Mariagracia me quedé maravillado al ver una IBM Selectric.
Sí, estaba
frente a mí, la mismísima Selectric. Aquella viejísima máquina de “bolitas” que
era todo un portento tecnológico de la época, por primera vez se podía cambiar
el tipo de letra y podías escribir algo en cursiva con un mínimo esfuerzo. Aunque creo muy pocos lo hayamos hecho, porque
las fulanas bolitas, costaban una y parte de otra. Además traía corrector incorporado
que nos liberaba, por fin, del Tipex.
No lo sé,
pero imagino que a Mariagracia debió producirle una disonancia cognitiva ver
una computadora que no tuviera pantalla, le dije con naturalidad que era una
“máquina de escribir” y en ese momento
capté que había un abismo tecnológico entre ambos. Traté de explicarle, como se
le explica a un niño de 6 años, en qué consistía aquel aparato y que no tenía
pantalla porque no era una computadora. Como cualquier niño de 6 años, oyó la
explicación, hizo cara de entender y se desconectó; dejándome con mis
recuerdos. La enfermera me regaló una mirada cómplice y comprensiva.
Nunca tuve
una Selectric, las añoré siempre. Cuando tenía 14 años mi madre me regaló una
máquina de escribir, pero no era una Selectric… era una Brother, ni siquiera
era eléctrica era mecánica. Era de aquellas que tenían cinta bicolor rojo y
negro. Con el tiempo la parte negra de la cinta se iba desgastando y la roja
estaba allí, pura, virginal y desperdiciada. Así que yo solía comprar las cintas de un solo color y cuando se desgastaba le
daba vuelta a la cinta y volvía a utilizarla hasta que ya las letritas ya casi
no se distinguían porque salían de un color grisáceo; entonces había que
comprar una cinta nueva.
Mi madre me
regaló aquella Brother porque la vieja Remintong de la casa había sobrevivido a
todas mis hermanas y cuando me tocó heredarla las letras tenían la mala maña de
descuadrarse y siempre había un par de letras que se colocaban en donde les
daba la regalada gana, generalmente es la parte de la cinta donde la el rojo se
fundía con el negro. Yo soñaba que me regalaran una máquina eléctrica, pero mi
madre se apareció con una Brother sencillita, sentí lo mismo que hoy deben
sentir nuestros hijos cuando aspiran un Galaxy S5 y nos aparecemos un Huawei.
Pero para
qué mentirles, la Brother resultó una excelente compañera, y vivimos juntos
muchas aventuras, algunas que he pasado media vida tratando de olvidarlas, pero
sí fue una excelente compañera mi querida Brother. Aun extraño el sonido de la
campanita (ping) que nos avisaba que estábamos por llegar al margen derecho y
allí debían tener cuidado con la inspiración.
Yo nunca
fui tan prolijo como mi amigo José
Cunha y hacía directamente los
trabajos sobre la máquina de escribir, en parte porque detesto escribir a mano
ya que mi letra siempre fue horrible. A pesar de las miles de horas de “planas”
que mi madre me ponía a hacer en las vacaciones nunca pude hacer que mis letras
se circunscribieran al mínimo espacio que nos dejaban los cuadernos doble línea
Caribe. Mi madre siempre trató de
corregir mi fea caligrafía, pero con esa letra tan horrible siempre guardó las
ilusiones de que me hiciera médico; la decepcioné.
Ese hábito
de escribir a máquina bastante rápido (aunque fuera con solo dos dedos) desde
temprano me permitió que la llegada a la universidad no fuera tan traumático,
porque a algún compañero de clases en la UCV se apareció con un trabajo escrito
a mano y mi profesor Tomás Páez, creo que fue él, se negó a aceptárselo no sin
antes enrostrarle en el epígrafe de esta Alicia.
Continuará….
Año, 2014.
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