Un conjunto de crónicas de un venezolano que partió de la patria y que desde la distancia recuerda el hermoso país... crónicas de cuando éramos felices y no lo sabíamos!!!
Crónicas de un exilio voluntario

Aquiles Nazoa
domingo, 25 de julio de 2010
La función debe continuar…
sábado, 22 de mayo de 2010
martes, 18 de mayo de 2010
Amor sobre Ruedas
“se que tengo cilindros
Y un fuerte motor de explosión
Tengo volante y frenos
Lo que no saben es que tengo corazón”
Amor sobre ruedas.
Francisco de Paula
A veces, solemos creer que todo
dura para siempre; sobre todo las cosas que de una u otra forma dejamos atrás
cuando emprendemos el exilio, en mi caso, más o menos voluntario.
Hace poco leí, o escuché; de una
entrevista que hizo Nitu Pérez Osuna a unos Venezolanos en el exterior, no
recuerdo a tenor de qué; y expresaba que el mayor sueño de cualquier venezolano
fuera de las fronteras es volver a su tierra; pensamiento con el que concuerdo
en todas sus letras.
Siempre pensamos que a nuestro
retorno a la patria, ya sea de vacaciones o para visitar la familia,
encontraremos las cosas que dejamos, claro, empolvadas, arrimadas, quizá en
casa de algún otro familiar; pero existiendo dentro del contexto en que se
quedaron. En mi caso, entre las muchas cosas que no pude llevar cuando salí de
Venezuela fue mi auto, mi R5, del 85; de fabricación francesa y que conduje
desde 1994 hasta mi salida del país en diciembre de 2002.
Muchas cosas, sin embargo,
continúan allá; cuando llego a casa de mis padres reconozco tantas que alguna
vez ocuparon mi espacio y que ahora ornan las paredes de la sala de estar de la
casa de mi madre, o en algún rincón escondido de la casa de mi hermana, así
como muchas otras en las polvorientas cajas donde fueron embaladas. Algunas
otras las tengo en la habitación que destinaron como “mía” y que aún guarda mi
juego de cuarto, televisor, entre algunas otras cosas como libros, mi bolso de
casetes y algunas películas en VHS. Cuando estoy allá, acaricio mis cosas, las
uso, recuerdo… quizá en una interna felicitación y agradecimiento de que aún
existan y que de alguna forma me esperen; empolvadas, pasadas de moda, pero aún
allí.
Un día, en pleno paro petrolero
de 2002, compré una pimpina de gasolina por la fortuna de 20 mil bolívares y se
los puse al R5 rumbo a Cabimas; en dos días partiría, no había forma de
llevarlo conmigo. Lo estacioné a un lado del garaje de mi padre y allí estuvo,
siempre, como una bandera que reclamaba parte de mi espacio, como un recordatorio
de que aún yo, estando fuera, tenía un pequeño espacio entre lo que por razones
que día a día me duelen más, tuve que dejar atrás.
Mi R5, auto que me acompañó en
tan diversas oportunidades, mi primer auto y por demás, con un rugiente motor
que yo mismo ayudé a reparar de la mano de mi padre y mi tío César (QEPD);
siempre significó para mi mucho más que
tuercas, aceite y cauchos. Ese pedacito de libertad que conduje por las calles
marabinas, por las merideñas, por las autopistas y por tantos otros destinos era,
sin lugar a duda uno de los atributos que hasta me llegó a caracterizar. Había
pocos como ese auto, donde le veían aparcado un buen porcentaje de personas que
me conocían identificaban mi presencia en el lugar, ya que no había otro como
ese; al menos no en esa combinación de colores.
Daba problemas, si que los daba,
como todo auto usado y antiguo, pero sólo llegó a “dejarme botado” una sola
vez, de vuelta de Maracay a Maracaibo en un punto perdido entre Barquisimeto y
Valencia; por un problema en la bomba de agua. Tantas otras veces me dio qué
hacer, pero siempre encontraba la manera de rodarlo hasta llegar a “destino
seguro”.
No era sólo un auto, era un
pedazo de la persona que lo manejaba. Un joven lleno de ilusiones, de
proyectos, de ideas medias revolucionarias con ganas de cambiar el mundo; mi
R5, mi Chispita, el Chugabún, como le llegué a apodar en alguna oportunidad.
Hoy, hablé con mis padres por
teléfono y me enteré de que finalmente el auto lo habían negociado para la
venta; la cantidad de la transacción no importa, de cualquier forma parece
irrisoria ante todo el sentimiento que escondían entre sus asientos, en las
piezas de ese motor que ayudé a armar, en la palanca de cambios que tantas
veces agité de un lugar a otro para dirigir mi camino; aún a una pequeña
escala. Ya no está.
En febrero estuve en la patria
por 14 días, una tarde, a dos días de mi retorno, le di una buena lavada,
limpié con detenimiento su interior, sacudí el polvo, lo encendí, no lo saqué
del garaje porque estaba con un problema de frenos; pero sentí el vibrar de sus
cuatro cilindros frente a mis manos. No estaba por saber en ese instante que
sería la última vez que le vería, al menos entero… y en casa.
Poco a poco vamos siendo
desplazados del lugar que creímos que permanecería intacto; de las cosas que
dejamos, las personas continúan su vida, donde acostumbramos ver terreno ahora hay
casas, donde había un edificio, ahora ya no está; la calle de un solo sentido
ahora es doble, el lugar de nuestro auto, ahora está vacío.
Sí, el sueño de todo venezolano
en el exterior es volver a la patria, siempre esperando que las cosas que
dejamos sigan allí, esperándonos, intactas; pero el tiempo se encarga de
moverlas, las necesidades de otros, las circunstancias. El país que dejamos
tampoco es el mismo que encontraremos a la vuelta del exilio; muchas personas
que dejamos en ella ya no estarán, quizá viviendo sus propios exilios más o
menos voluntarios o definitivamente involuntarios.
José Luis Cunhao
Mayo 17, 2010
martes, 13 de abril de 2010
Borra y va de nuevo...
Hace poco Yambal, una marca de
cosméticos, le regaló a esta ciudad un reloj de flores muy parecido al que
alguna vez, creo, hubo en la Plaza Venezuela. Pero no puedo estar seguro si
realmente existió o yo simplemente lo soñé, recurrí a la página de Facebook
Caracas en Retrospectiva a refrescar mi memoria, pero no encontré un registro
fotográfico de aquel reloj que domina mi memoria, tal vez lo soñé. Si realmente existió sucumbió ante la
competencia del reloj de La
Previsora.
La Plaza Venezuela fue un gran
estandarte de la Caracas sesentiana y allí vimos nacer y morir un millón de
fuentes. Eran inauguradas y destruidas, con asombrosa velocidad. Por alguna
extraña razón todas las fuentes de la Plaza Venezuela estaban, al nacer, condenadas a
ser destruidas. Esta última creo que es la que más ha durado y como gran logro,
tiene la particularidad de que para apreciar toda su belleza hay que estar en
los pisos más elevados de los edificios que la circundan. Al parecer todo lo
que se colocaba en la plaza estaba condenado al fracaso.
Así pasó con aquella escultura
que emulaba el estudio fisiológico del cuerpo humano de Da Vinci; luego desapareció y anduvo perdida algunos
años, creo que fue rescatada y está ahora en alguna otra parte. También hubo
una escultura de Soto (creo que era de él) llamada (creo) El As de Solar. Era
una hermosa escultura en aluminio y un buen día desapareció, probablemente fue
desmantelada, paulatinamente, para rendir tributo al afán reciclador de los recogelatas.
Por algún tiempo la Plaza sirvió para
cobijar la rueda del triunfo de Lorenzo Fernández. Otra cosa que adornó aquella
Plaza Venezuela fue un grandísimo anuncio de neón de Coca-Cola. Pero vivíamos el imperio de la Pepsi y por años, al
menos para mí, Coca-Cola no era mas que una marca de yoyos.
Pero no todo era borra y va de
nuevo, en honor a la verdad hubo cosas
estables en aquella Plaza Venezuela; entre ellas los perrocalenteros que
hicieron de aquel lugar su centro de operaciones desde el cual, un buen día,
dominaron toda la ciudad.
Una de las cosas más estables en
aquella Plaza Venezuela fue la pancarta del Teatro del Este. Recuerdo que en
aquel edificio -que exhibía el enorme aviso de neón de Polar, que en los diciembres se convertía
en un arbolito- quedó, por años, el Teatro del Este. Allí en su inmensa
cartelera por años pudimos ver grandes vallas promocionales de las películas
que el teatro exhibiría.
Nació la moda de remodelar viejos
edificios y mientras el edificio Polar se convertía en el hermano menor del
Cubo Negro; la gran pancarta desapareció y creo El Teatro del Este perdió allí
parte de su personalidad, aquella pancarta despertaba, en alguna medida, el
deseo de ver la película que con vistosos colores se anunciaba.
Una vez convertido el Edificio
Polar en el hermano menor del Cubo Negro fue coronado por una gran bola de
Pepsi y luego alguien aprovechó la idea y colocó una enorme taza de Nescafé en
otro edificio cercano; en realidad pudo haber sido al revés ya que cuando éstas
nuevas identidades de la Plaza Venezuela nacieron
yo ya no vivía en Caracas, y las conocí juntas. Y ahora parece que estos dos
estandartes de la Plaza
Venezuela , corren el riesgo de desaparecer también. Parece
ser la maldición de la Plaza
Venezuela o tal vez sea su verdadera identidad, la de estar
allí cambiando.
Allí en aquella pancarta del
Teatro del Este, se anunció por meses La Conquista del Planeta de los Simios,
una de las tantas secuelas de aquella hermosa película que nos abofeteó sobre
la posibilidad inmanente de que en un arranque de locura destruiríamos el
planeta, eran los años de la guerra fría y el holocausto nuclear era un
posibilidad bastante cierta. El Planeta de los Simios vivió en nuestro
inconsciente colectivo por años y llegó a convertirse, al menos para mí, en una película de culto. Poco a poco
Hollywood en entrenó en el delicado arte del remake. Empero nadie se había
atrevido a profanar el culto hasta que Tim
Burton decidió regalarnos una
nueva versión del clásico sesentiano.
Cuando la me pasaron en la tele
me senté a verla con Mariagracia, obviamente no le gustó mucho y creo que la
toleró solo por hacerme compañía. Al terminar le expliqué que esa era la
versión de Tim Burton, pero que en mi infancia, cuando tenía mas o menos su edad,
había visto la versión original y que era mucho mejor, le prometí tratar de
encontrar la versión original en DVD, para que la viéramos juntos, pero en
realidad no me propuse a buscarla, no creí que en realidad a ella le importara.
Hace un par de semanas fuimos a
ver Alicia en el País de las Maravillas al salir del cine, frente al helado de rigor, me preguntó si me
había gustado, le dije que no mucho que esperaba algo mejor. Mientras comía su
helado, me miró y como una gran experta en cine me indicó, ciertamente, que era
la versión de Tim Burton, pero que a ella sí le había gustado.
jueves, 1 de abril de 2010
Pata-Pata
Debía estar corriendo el año 69 -año más, año menos- la televisión era a blanco y negro, nadie
podía imaginar que pudiera ser de otra forma, el yogur se llamaba Yoka, las
fiestas eran con la
Billo Caracas Boy’s o los Melódicos. Estaba de moda el
Cachascascán y su mayor exponente Bassil Bathá; ganó fama con su célebre llave Doble
Nelson. Bassil Bathá, quién -eso creo; pero no puedo dar fe- cansado de
ganarse la vida con las patadas voladoras y simulando golpizas decidió
aprovechar la fama ganada en las arenas del Nuevo Circo para abrir una tienda
de ropa en El Silencio.
Eran los años felices de finales de los sesenta, aún reinaba en
nuestras cuentas nacionales el fifty-fifty. Un anglicismo para decir, como en
los juegos de muchachos, contá y mitá. Así que con aquella
fórmula, de la que, a ratos, creo no
debimos haber salido, los americanos se llevaban su buena tajada de la venta
del petróleo y al estado venezolano le quedaba lo justo para vivir, como la
mayoría de las familias venezolanas de aquella época, humilde; pero dignamente.
Por aquella época no existían las multinacionales de la noticia, CNN
(si era que existía) probablemente era un canal local. Las noticias sucedían al mismo ritmo que
suceden hoy; pero nos enterábamos un par de días después. En aquellos días
Adolfo Martínez Alcalá era, tal vez, la voz con mayor credibilidad de la radio
venezolana. Comenzaba la tanda de noticias en Radio Capital con la lista del
montón de nombres las principales
agencias noticiosas internacionales. Como no había imágenes las siglas de
antecedía les deba credibilidad, o por lo menos nos indicaba de cuál lado de La
Guerra Fría estaban. En aquella época existían dos Alemanias, y un solo Berlín,
separado por un muro levantado entre gallos y media noche.
El mundo, en aquellos años, era más grande de lo que es ahora.
Sudáfrica existía en el mismo sitio que existe hoy, pero de aquella república
sabíamos poco, muy poco. El único nombre que podíamos asociar era el de Richard
Bernard (¿sería él?) y eso porque se le ocurrió trasplantar un corazón, una
hazaña en aquella época y aún en esta.
Por aquella época Nelson Mandela no era el presidente de Sudáfrica, era
una víctima del Apartheid (¿se escibirá así?) Proveniente de aquellas tierras
africanas por aquella época nos visitó
Miriam Makeeba (¡creo que se escribe así!), y un ritmo contagioso
llamado el Pata-Pata, eran los años felices. Mas de uno bailó el Pata-Pata
aunque nadie entendió la letra, no importaba.
No con poca sorpresa el domingo pasado debí cederle a Carolina el
control del equipo de sonido. Para ella, la tortura de oír música venezolana,
ya era suficiente. Así que tomó, casi por asalto, el equipo de sonido. Disfrutó
haciéndome oír a su cantante predilecta: Thalia. No con poca sorpresa pude
escuchar el remake mexicano de aquella canción. Me acordé de Miriam Makeeba. No
con poca sorpresa Carolina escuchó mi explicación de que aquella era una vieja
canción y que Thalia se la copiado. En
defensa de su heroína musical argumentó que ella se había copiado sólo una
canción y que los A-teens se los habían copiado todos. Como siempre Carolina
tenía razón.
Marzo, 2000.
viernes, 26 de marzo de 2010
Venezuela habla cantando.
Nunca fui, particularmente, un
admirador de Ilan Chester. Creo que de sus canciones sólo recuerdo Cerro
El Avila que en mi época se convirtió en una especie de himno-homenaje
para el Sultán a cuyos pies la ciudad se rinde cual odalisca. De los otros
éxitos de Ilan recuerdo, apenas, el tema musical de Macho y Hembra, que por
obvias razones me gustó. Así que la última vez que fui a Caracas me
recomendaron comprar su nuevo disco: Cancionero.
Empero, sin concederle el beneficio de la duda, opté por un par de otros discos
que estaba seguro me serían buena
compañía.
Pero el Azar Inmóvil hizo que Abraham,
sabiamente, sin preguntarme mi opinión me enviara un cassette con las canciones
del nuevo Ilan. Así que me dispuse a oír
ese regalo de Abraham que, no en balde y literalmente, había atravesado medio
mundo para llegar hasta mis manos. Era
de noche, y para no molestar a las mujeres de la casa, lo escuché
solitariamente, con uno de esos aparatitos que en mi época se llamaban Walkman.
Para mi sorpresa encontré un Ilan desconocido, interpretando lindas canciones
venezolanas.
Así que en las tardes cuando llego de
la oficina, gracias a la excelente interpretación de Ilan, puedo escuchar un
poco de música venezolana sin el riesgo de que las mujeres de la casa me formen
sindicato. Así fue que descubrí que a La Mariagracia parece gustarle. Nunca entendí esa,
tan chilena, deformación de anteponer el prefijo LA a los nombres femeninos. Por eso le pegué el nombre, por que si
al alguno se le ocurre llamármela La
María , en buen chileno, le
saco la cresta. A Mariagracia parece gustarle las canciones de Ilan. Tal vez sólo le gusta sentirse, por un rato,
el centro del mundo
Así que con ambas niñas en las piernas
nos dedicamos, una que otra tarde, a escuchar música venezolana. Así fue como
llegué a la explicación, para Carolina, de lo que era un canto de ordeño. Le
conté que, en Venezuela, para ordeñar las vacas les cantábamos y por eso se
llamaban Cantos de Ordeño. Como Carolina no sabía que se cantaba en Ecuador para el ordeño le preguntamos a La Blanquita (nuestra Nana)
que siendo de allá, y habiendo alguna vez ordeñado vacas, seguramente sabría.
Carolina descubrió, con tristeza, que en su país ordeñaban a las pobres vacas
sin darles nada a cambio. Después le recordé que también teníamos cantos
de pilón y recordó que alguna vez había tratado de explicárselos; pero
en aquel momento no le pareció algo importante.
Seguimos oyendo algunas canciones más.
Al oír otra canción, con esa perversa ingenuidad con la que interpreta el
mundo, me preguntó qué hacíamos con esa
canción. Le tuve que decir que eso era sólo una canción que y no hacíamos nada
cuando la cantábamos.
Abril,
2001
viernes, 5 de marzo de 2010
Bongo Soda.
Uno es un
animal de costumbres, mientras viví en Quito, tenía que ir a Guayaquil
generalmente una vez por semana, así que
escogí un hotel al que siempre llegaba. Con el tiempo uno logra que lo conozcan
y si, por casualidad o alguna omisión, tienes que viajar sin haber hecho la
reserva respectiva, sabes que el recepcionista no te dejará dormir en una
plaza. De esa forma me hice cliente de un par de hoteles guayaquileños. Pero en
la variedad está el gusto y solía ir a buscar distintos sitios para
desayunar. Así fue que una mañana encontré un sitio nuevo: Bongo Soda. Era un sitio que, a pesar de
estar muy nuevo, sólo con entrar te
transportabas al pasado.
Era un local
largo, del lado derecho una larga hilera de mesas, lindamente acomodadas, con
un mantel blanco, los típicos saleros y las clásicas tazas de porcelana.
Pesadas tazas con dos rayas verde oscuro al borde. Una raya muy gruesa y una
muy finita. Las tradicionales tazas de café en donde más de uno habrá tomado,
alguna vez, un marrón grande. Una larga barra, tan larga como el local. Los
clásicos taburetes rotatorios, de madera y latón cromado. Un gran espejo frente
a la barra. Los clásicos servilleteros cromados. Esos donde, de cada lado,
gracias al mecanismo dominado por un resorte, podías tener siempre una
servilleta a mano. De allí que cada vez
que pude desayuné en el Bongo Soda.
Al entrar allí, me sentía transportado a las viejas fuentes de soda de la Caracas sesentiana.
De la noche a
la mañana, las fuentes de soda desaparecieron del paisaje caraqueño, poco a
poco fueron arrastradas hasta la extinción gracias a la llegada, implacable, de
los fast food. En alguna época cada CADA tuvo su propia fuente de soda, allí
transcurrió buena parte de la vida de la Caracas sesentiana. Allí comimos nuestras
primeras hamburguesas. Luego donde antes reinaron las fuentes de soda de los CADA
surgieron los Burger King, para hacerle la competencia a los Tropi Burger y a
los Crema Paraíso las reinas de nuestra, vernácula, comida rápida. En algún
momento existió una cadena de fast food que se llamó Chesse & Meat, en
buen criollo, duró lo que dura un peo en un chinchorro. Tal vez fue su nombre,
demasiado gringo para aquella época, tal vez por que en aquella época las
fuentes de soda eran, todavía, piezas emblemáticas de nuestra ciudad y
preferíamos ir hasta ellas.
Un poco antes
de la Plaza Venezuela ,
en la avenida Quito, quedaba una vieja
fuente de soda: Castellino. Allí vendían unos ricos helados de pistacho y otros
del clásico ron-con-pasas. En Castellino
transcurrió buena parte de la historia de mi adolescencia. Iba allí y tomando
un buen café - marrón grande, claro está
– podía pasar horas conversando con
algún amigo, tratando de arreglar el mundo o echándolo a perder sin darnos
cuenta. Disfrutar el tiempo era el mayor atractivo de las viejas fuentes de
soda. Han ido desapareciendo, haciéndole espacio a las cadenas de Fast Food. En
donde uno va, come y se larga. Son antros diseñados para que uno, aunque tenga
tiempo, coma apurado. Están diseñadas para comer y salir apurado.
Hace un par
de años estuve en Caracas y pasé frente a Castellino, sentí tristeza de ver sus
viejas puertas cerradas, sus viejas mesas y sus sillas cromadas ya no estaban
allí. Por haber vivido cerca, pasé muchas horas sentado en sus viejas sillas
conversando con buenos y viejos amigos. Las fuentes de soda eran espacios
diseñados para pasar horas. Eran acogedoras e
invitaban a quedarse, apoltronarse en sus sillas, y pedir un café tras otro. Sin darte cuenta te ibas quedando.
Cuando le
conté a mis amigos guayaquilenos de mi descubrimiento de esta nueva fuente de
soda me contaron que Bongo Soda había
sido una emblemática fuente de soda guayaquileña y que lo que había conocido
era una especie de remake. Me contaron de dónde había surgido,
primigeniamente, su nombre; pero de esto no puedo dar fe. Según me contaron, el
dueño era un libanés que al estar por inaugurar su nuevo local, le
preguntaba a quien era una especie de
asesor, “¿Qué nombre le bongo?, “¿Qué
nombre le bongo?” Al parecer ya tenía
a este señor verde con la misma pregunta cada cinco minutos. Hasta que el señor
le contestó: “Bóngale Bongo y no soda” Así fue que la fuente de soda
quedó llamándose: Bongo Soda.
Enero, 2000
miércoles, 24 de febrero de 2010
Bueno el Curanto, pero no tanto.
In memoriam Boris Vásquez Duarte.
Cuando
era joven, soltero y vivía en Caracas, en los años de la dulce bohemia, tuve un
amigo de carrete, como le dicen por aquí a las noches de farra. No me van a
creer no recuerdo como se le decía en aquellos años a una noche de tragos y
vida disipada. Pudiera ser Bonche, pero el bonche, para mí, en cierto sentido,
era una fiesta con algún nivel de estructuración. Una noche de farra/carrete es
mas bien espontánea y se sabe poco lo que pueda suceder. No tengo el sustantivo
apropiado, por ello voy a usar uno, pero puede ser demasiado genérico:
pachanga. Aunque la pachanga, mas que un
evento, es mas una forma de vivir y ver las cosas; pero estamos entrando en el
terreno, difícil, de la filosofía.
Por
aquella época mi amigo de carrete, farra, bonche y/o pachanga, a pesar de ser
peruano -o tal vez por eso mismo- era un amante fervoroso del mondongo. Me
refiero a la sopa típica de la cocina criolla. Esa sopa donde el sabor de una
pata de res, se funde con la panza y danzando con trozos de jojoto, pedazos de
ocume, suculentas porciones de ñame, uno que otro trozo de yuca dulce, en medio
de diminutos trocitos de zanahoria y
otras especies crean un sabor único que se rinde ante el leve toque de cilantro. Esa mezcla de
sabores crean una sopa capaz de devolverte la vida o de arrancártela.
Boris,
que era como se llamaba mi amigo, tenía una inusitada capacidad para la farra, carrete, bonche y/o pachanga, siempre que salíamos a tomarnos unas
cervecitas, a eso de las tres de la mañana, cuando ya el cuerpo no podía más.
Nos dirigíamos, sin prisa y sin pausa, al El Granjero de Chacao, no tengo idea
si aún exista, a pesar de no ser los mejores mondongos del mundo, te servían pequeñas porciones. Lo suficiente
y necesario para recomponer tu cuerpo
sin arriesgarte a una embolia. Al final, calabaza, calabaza: cada quien para su
casa. Nos marchábamos con la esperanza
que el ratón del día siguiente fuera
benigno. Como decía el viejo comercial de Diablitos Underwood: Qué
tiempos aquellos.
Hace algún
tiempo Les prometí contarles lo del Curanto,
y como lo prometido es deuda, se los cuento ahora; no vaya a ser que nunca se
los cuente. Así que puesto allí, entre la seguridad de unas machas a la parmesana y en la posibilidad remota de conocer
Chiloé, me decidí a probar el curanto. Habían venido por negocios Marianita, mi cuñada, y su jefe: Nicola. Era
uno de esos viajes de negocios en donde no te queda tiempo de conocer más que
el aeropuerto, un par de salas de reuniones, el lobby del hotel y uno que otro
restorán. Así que decidimos ir al Mercado Central. No puedes venir a Santiago
de Chile y no comer en Donde Augusto.
Frente a la carta y en medio de todas las suculentas viandas ofrecidas,
estaba allí el Curanto. Para ese
momento no era para mí mas que el nombre de una plato típico que rondaba mi
mente y mi curiosidad. Me decidí y lo pedí.
El
garzón, como le dicen por aquí a los
mesoneros, tomó la orden de todos los comensales y la mía del Curanto. Sin
mediar palabra y sin misericordia se alejó. Regresó a la media hora, con una
olla tamaño
baño, en donde se daban cita: medio pollo, cincuenta centímetros de
longaniza, un enorme trozo de pescado, un filete de res y una chuleta de chancho. Todo en medio de una
procesión de crustáceos y mariscos a discreción. Una hora después, este humilde
servidor caía rendido ante la olla intacta. Todos se reían de mi y mi
ocurrencia de pedir el célebre Curanto. Mientras trataba en vano de
dar cuenta de aquel plato, me acordé de las prudentes porciones de mondongo del
Granjero de Chacao. Me preguntaron que tal el Curanto sólo alcancé a contestar, parafraseando el
viejo refrán: bueno el Curanto, pero no tanto.
Octubre, 2000
Nota:
En
diciembre ya por esos azares del Facebook (en realidad del Sónico) puede
localizar a mi buen amigo Boris luego de casi un par de décadas de haberle perdido
la pista, pero gracias a las nuevas redes sociales nos pusimos en contacto y
le invite a visitar el Blog, se hizo seguidor bajo el pseudónimo de Borjohn. Cuando
estuve en Caracas, el tiempo apenas alcanzó para una llamada telefónica. Le
comenté que cuando viví en Chile le había escrito una para él, le prometí
colgarla tan pronto volviera a Quito, pero no lo hice, el lunes recibí un mail
de su hermano indicándome que había muerto el 10 de enero de un ataque cardiaco.
viernes, 19 de febrero de 2010
El norte es una quimera.
Me fui para
Nueva York
en busca de
unos centavos
y he regresado
a Caracas
como fuete de
arriar pavos.
Luis Fragachán.
Subiendo
desde la Plaza
Venezuela -el símbolo emblemático de la ciudad- por avenida La Salle -esa misma que va a
terminarse a las faldas de El Ávila justo donde queda Venevisión y el colegio
que da nombre a la avenida- en la avenida La Salle un poco antes de cruzarse con la Avenida Andrés
Bello quedaba un restorán que por muchísimos años se llamó El Fogón. Ese
restorán un buen día amaneció con su nombre cambiado -rara manía de los
venezolanos de cambiarle los nombres a las vainas, tal vez, esperando que el
cambio de nombre conjure un cambio de rumbo-
para pasar a llamarse El Hato Grill. A ellos el cambio de nombre, al
parecer, les funcionó ya que llevan más de 30 años, con ese nombre, sazonando
las noches caraqueñas.
Tal
vez por que al pasar sus puertas -sostenida con unos pequeños y pesados
saquitos que hacían la figura de contrapeso de una rudimentaria polea- se nos habría el continente de la nostalgia,
tal vez por la costumbre de tener siempre música en vivo, tal vez por la cercanía a la casa, tal vez por su excelente carne y buen
servicio, tal vez por que allí uno se sentía como en casa, tal vez por algún
azar de la vida, nos hicimos asiduos
de la tasca de El Hato Grill; que en
realidad se llamaba El Entreverao. A eso de las 8 ó 9 de la noche, un par de
veces a la semana, casi religiosamente,
íbamos a disfrutar de su excelente parrilla mixta y un par de Polar heladitas.
De hecho, allí, cobijados por ese clima familiar del local, esperamos la hora
de irnos a casa para hacer retumbar las ollas el día que media Caracas - y la otra mitad también - le pidió a CAP
que renunciara.
Al
salir de la UCV ,
habiendo abandonado las tascas estudiantiles, nos instalamos en El Hato.
Todavía, cada vez que voy a Caracas, me acerco a El Hato y disfruto allí de las
delicias de la comida criolla y de la música en vivo que El Hato siempre nos ha
regalado; bueno en realidad nos cobra muy disimulada y justamente. Por un
momento muy breve, debido a mi inminente partida, El Hato se convirtió en
el punto de encuentro de un selecto
grupo de amigos. Por El Hato pasaron muchos cantantes de esos, medio
improvisados, que deleitan el oído de quienes - bien sea por una reunión de
negocios o por alguna canita al aire - iban a su tasca a
pegarse unas birritas antes de llegar a casa. De aquellos cantantes
recuerdo, muy especialmente, uno medio gordito que llamaban El Pájaro. Tal vez
por su buena voz, tal vez por el parecido con el tenor italiano, tal vez por
que se había pasado de palos algún
gracioso lo bautizó con el mote de Pajaroti.
Este cantante fue por un tiempo un poco el alma del local y cada vez que íbamos
le hacíamos llegar servilletas de papel con nuestras preferencias musicales.
Mas de una vez Mindy Torres - vieja y querida amiga de aquella época – le pedía
aquel hermoso merengue venezolano que le recordaba su época de estudiante
texana en sus años cuatrotrientísticos.
Al ritmo de aquel merengue
venezolano, muy contagioso, y acompañados de la voz de Pajaroti siempre cantábamos:
El Norte es una Quimera... sin saber que en aquel momento que vivir en
Chile me enseñaría que, al parecer, el sur también lo es.
Diciembre, 1999.
miércoles, 3 de febrero de 2010
La Quema de Judas.
Pantalón de cotonía,
zapatos sin dirección
casaca federalista
basura por corazón,
va el pobre Judas de Cagua;
lo agarró la Comisión
y el pueblo, encendido en gritos,
lo sigue como un hachón.
Aquiles Nazoa.
Fue el nombre de una película
setentiana de la que no recuerdo nada,
probablemente porque no la vi y si la vi no la recuerdo. Fue una de tantas películas venezolanas que como leiv
motive (¿se escribirá así?) tenían el eje subversión-marginalidad que tantas
películas engendró en el último tercio de nuestro siglo pasado. No sé por qué
hubo tantas películas sobre marginalidad. No sé por qué la marginalidad
maravilló tanto a los cineastas setentianos. Hoy, unos pocos años después, la
delincuencia en Venezuela ya no merece
una película, son una serie televisiva de entregas diarias. En todo caso lo
único que recuerdo de aquella película fue que la dirigió y protagonizó Miguel
Angel Landa.
Hoy creo que Miguel Angel anda lejos
de cine, en esa empresa probablemente perdió más de una camisa ya que fuera de
Hollywood pocos logran vivir del cine. Hoy lo veo los domingos en Bienvenidos;
es un programita con pocos méritos, a más de hacernos ver un par de actrices
cómicas con fabulosos cuerpos que parecen - y son - hechos mano y uno que otro
chiste. Pero en todo caso sirve para la nostalgia poder recordar al sempiterno Nino
Frescovaldi y al, nunca bien ponderado, Comenabos.
Esa costumbre tan venezolana de
quemar a Judas el Domingo de Resurrección tiene un correlato parecido los 31 de
diciembre en Ecuador con lo que ellos llaman El Año Viejo. Con la misma receta
que nos muestra Aquiles Nazoa en diciembre se prepara un muñeco, al que se le
suele añadir una generosa porción de triqui-traquis, para ser quemado a las 12
de la noche, no si antes propinarle algunas patadas y puñetes. Cada año es
quemado y cada cual puede personificar su año viejo con el personaje de su
gusto. Es interesante ver en los días finales del año como prospera una
industria de muñecos de aserrín y de caretas. El único diciembre que Abdalá
Bucaram estuvo en el poder, antes de ser derrocado gracias a un par de semanas de multitudinarias
protestas populares, emitió un decreto que prohibió que se hicieran caretas con
su rostro, lo que no impidió que fuera quemado en más de una casa.
Más allá de las connotaciones
políticas que tiene la quema del año viejo es una costumbre muy pintoresca.
Unos pocos días antes del fin de año las calles se llenan, especialmente en
provincias, de gente que impide el paso con una cuerda y a los que hay que dar
una pocas monedas. Siempre hay uno o dos hombres vestidos de mujer que son los
que piden el dinero son las llamadas viuditas.
Puede resultar un poco grotesco ver a estos hombres vestidos de mujer.
Cuando los vi, por primera vez, no pude evitar acordarme de las fiestas de
carnaval en las que alguno, y sin pedirte ni medio, disfrazado de negrita
preguntaba a todos: ¿a que no me conoces?
Enero, 2002
lunes, 25 de enero de 2010
Puerta de Iglesia.
Nunca fui bueno para la pelota.
De hecho, un poco en broma un poco en serio, mis amigos de colegio me llamaban puerta
de iglesia, ya que decían que debía usarla como bate. Así que nunca fui un
experto en la pelota. La primera vez que fui a un estadio de béisbol fue hace
muchísimo tiempo, Los Piratas de Pittsburg y los Rojos de Cincinatti hicieron
un par de juegos de exhibición en el Estadio Universitario. Así que el día en
que a la escuela donde estudiaba alguien, supongo que los organizadores del
evento, hicieron llegar unas pocas
entradas. A mi maestra le tocaron dos, así que se vio obligada buscar una forma
democrática y justa de repartir entre 20 ó 30 carajitos aquel par de entradas.
Mi maestra no encontró mejor idea
que rifarlas, pero para hacer un tributo a la perversión que debe haber en toda
persona que se gana la vida tratando de
amaestrar a pequeñitos seres en el delicado arte de la vida; decidió hacer una
pregunta y quienes supieran la respuesta ganarían una de aquellas preciadas
entradas. Debió haber preguntado alguna de esas sandeces que la escuela
primaria se empeña en enseñarnos y yo gané, tal vez por obra y gracia de ser de
los primeros de la lista, una de aquellas entradas.
Esa fue la primera vez que fui a
un estadio de béisbol, ese fue la primera vez que veía un partido de béisbol y
obviamente no entendí mucho. Mi padre trató de explicarme algunas cosas, las
más elementales; pero cualquiera que haya visto un partido de béisbol con un
lego, sabrá lo difícil que es tratar de explicar lo emocionante que puede ser
que durante nueve entradas no suceda nada.
Ese día no aprendí mucho a no ser que por qué aquellos caramelitos
rellenos de chicle que vendían en todas las cantinas de los colegios, y que
obviamente tenían la forma de pelota, se llamaban Baseball.
Eso fue hace muchos años, unos
pocos años antes de que amaneciéramos con un barril de petróleo a 40 dólares, y
todo se fuera a la cresta. Eran los años del primer gobierno de Caldera, eran
los años de La Conquista
del Sur, eran los años de la inauguración de la refinería de El Tablazo, eran
los años que descubrimos que podíamos sembrar el país de emporios industriales
con la famosa fórmula de “llave en mano” y jurábamos que nos las
estábamos comiendo. Eran los años dulces
de un país que creía que el futuro estaba obligado a llegar. Eran los años de
la televisión a blanco y negro.
Desde aquel día en que me gané
esa entrada al partido de béisbol y dispuesto a aprender un poco más de aquel
juego todos los domingos, a golpe de 10
de la mañana, encendía el televisor para disfrutar del mejor programa de
concursos que la televisión venezolana. Eran los días de El Batazo de la Suerte.
Enero, 2000
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