Me fui para
Nueva York
en busca de
unos centavos
y he regresado
a Caracas
como fuete de
arriar pavos.
Luis Fragachán.
Subiendo
desde la Plaza
Venezuela -el símbolo emblemático de la ciudad- por avenida La Salle -esa misma que va a
terminarse a las faldas de El Ávila justo donde queda Venevisión y el colegio
que da nombre a la avenida- en la avenida La Salle un poco antes de cruzarse con la Avenida Andrés
Bello quedaba un restorán que por muchísimos años se llamó El Fogón. Ese
restorán un buen día amaneció con su nombre cambiado -rara manía de los
venezolanos de cambiarle los nombres a las vainas, tal vez, esperando que el
cambio de nombre conjure un cambio de rumbo-
para pasar a llamarse El Hato Grill. A ellos el cambio de nombre, al
parecer, les funcionó ya que llevan más de 30 años, con ese nombre, sazonando
las noches caraqueñas.
Tal
vez por que al pasar sus puertas -sostenida con unos pequeños y pesados
saquitos que hacían la figura de contrapeso de una rudimentaria polea- se nos habría el continente de la nostalgia,
tal vez por la costumbre de tener siempre música en vivo, tal vez por la cercanía a la casa, tal vez por su excelente carne y buen
servicio, tal vez por que allí uno se sentía como en casa, tal vez por algún
azar de la vida, nos hicimos asiduos
de la tasca de El Hato Grill; que en
realidad se llamaba El Entreverao. A eso de las 8 ó 9 de la noche, un par de
veces a la semana, casi religiosamente,
íbamos a disfrutar de su excelente parrilla mixta y un par de Polar heladitas.
De hecho, allí, cobijados por ese clima familiar del local, esperamos la hora
de irnos a casa para hacer retumbar las ollas el día que media Caracas - y la otra mitad también - le pidió a CAP
que renunciara.
Al
salir de la UCV ,
habiendo abandonado las tascas estudiantiles, nos instalamos en El Hato.
Todavía, cada vez que voy a Caracas, me acerco a El Hato y disfruto allí de las
delicias de la comida criolla y de la música en vivo que El Hato siempre nos ha
regalado; bueno en realidad nos cobra muy disimulada y justamente. Por un
momento muy breve, debido a mi inminente partida, El Hato se convirtió en
el punto de encuentro de un selecto
grupo de amigos. Por El Hato pasaron muchos cantantes de esos, medio
improvisados, que deleitan el oído de quienes - bien sea por una reunión de
negocios o por alguna canita al aire - iban a su tasca a
pegarse unas birritas antes de llegar a casa. De aquellos cantantes
recuerdo, muy especialmente, uno medio gordito que llamaban El Pájaro. Tal vez
por su buena voz, tal vez por el parecido con el tenor italiano, tal vez por
que se había pasado de palos algún
gracioso lo bautizó con el mote de Pajaroti.
Este cantante fue por un tiempo un poco el alma del local y cada vez que íbamos
le hacíamos llegar servilletas de papel con nuestras preferencias musicales.
Mas de una vez Mindy Torres - vieja y querida amiga de aquella época – le pedía
aquel hermoso merengue venezolano que le recordaba su época de estudiante
texana en sus años cuatrotrientísticos.
Al ritmo de aquel merengue
venezolano, muy contagioso, y acompañados de la voz de Pajaroti siempre cantábamos:
El Norte es una Quimera... sin saber que en aquel momento que vivir en
Chile me enseñaría que, al parecer, el sur también lo es.
Diciembre, 1999.
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