Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

domingo, 25 de julio de 2010

La función debe continuar…

 Siempre que tengo oportunidad, y digo muy responsablemente la palabra “siempre”, me dejo resbalar al rincón del estante ubicado en la sala de la casa de mis padres y sentarme en posición de loto frente a los álbumes de fotos que, empolvados, llevan años guardados en el mismo lugar. Con olor a guardado, dentro de sus páginas de papel y plástico guardan tantas imágenes de la vida de todos los que conmigo crecieron; algunos que ya no están, otros que gracias a la vida siguen estando pero ya más cansados… imágenes donde hay cabellos negros donde hoy hay canas, modas pasadas que saltan a la vista en vestimentas clásicas de esos días que hoy parecen graciosas, exageradas… entre muchos otros detalles. En sustancia, creo saberme de memoria la mayoría de esas imágenes; sin embargo, cada vez que me doy a esa exquisita tarea, descubro siempre nuevas cosas, sensaciones, olores y sabores, sonidos, palabras; no en balde hay quien dice “recordar es vivir…” a lo que añado, “y vivir a nuestro antojo”. Muchas de aquellas fotos ya amarillentas algunas, borrosas o de colores pálidos, me evocan momentos verdaderamente importantes de mi recorrido en este escenario en el que represento mi papel de yo. Navidades, cumpleaños, vacaciones, lugares que ahora ni existen, otros que están pero muy cambiados… actos de colegio; disfraces, sonrisas. Llegué a hacer varias representaciones en los actos de mi colegio, en la primaria. Como muchos bailé alguna vez el Pájaro Guarandol, el Carite, entre algunos otros no tan elaborados en los que participé en lo que mi colegio llamaba “Lunes Cívico”. Alguna vez actué en un baile de San Benito; una imagen de esas tantas me recuerda mi vestimenta, una franela blanca con la imagen del santo en ella de color azul y rojo, un pantalón azul marino y unas alpargatas en negro y amarillo, rematado con un gracioso sombrero de paja anudado por debajo de mi garganta con dos cuerdas. Recuerdo perfectamente aquella sensación; desde que en el auditórium del colegio no había casi nadie y hacíamos el último ensayo antes de la presentación, hasta el eco de la voz del presentador que retumbaba en todos los rincones de aquel salón techado, con piso de cemento pulido. Especialmente la palabra “Chimbangles” la recuerdo porque nuestra maestra de entonces lo mencionaba con mucha insistencia ya que el baile que mostraríamos contaría con la música típica del santo negro totalmente en vivo; chimbangles que no habíamos visto siquiera hasta ese momento. Aplausos, muchos, salimos, gente, caras, entre ellas las de mis padres, provistos con una cámara fotográfica al mejor estilo de los paparazzi de los ochentas; acomodando un buen ángulo para fotografiarme en pleno baile. Aquella sensación la tengo tan a flor de piel que hoy, mientras disfrutaba de un acto en donde mi niña de ocho años bailaba una pieza del folclore de este país, me sentí en su pequeña cabecita de tercer grado, tal como lo recuerdo en aquella época donde los nervios me consumían en hacer el baile como lo habíamos estado ensayando. Esta vez era yo quién estaba provisto de mi cámara y me sorprendí estorbando la vista de otros presentes en busca del mejor ángulo para fotografiar a mi niña. Lo más curioso del caso es que no es el primer acto donde le veo actuar, al igual que a su hermanito, pero en particular, ese baile de hoy me fue tan familiar, como si lo estuviera viviendo en la persona de mi niña. Tal vez el eco de la presentadora, el bullicio de los niños que esperaban su turno para salir a actuar, el esperar impaciente que ella saliera para ofrecerle el mejor de mis aplausos, o qué se yo me trajo al instante ese momento mágico en donde vestido con ese gracioso sombrero bailaba al ritmo de los tambores por allá por los años ochentas. Muy en mi interior, quizá de la forma más inconsciente, alguna vez me imaginé en este lado contrario, quizá viendo a mis niños representar los mismos motivos típicos de Venezuela en los que alguna vez participé… sin embargo la nacionalidad del folclore no me parece tan importante a éstas alturas; ellos tienen otra realidad y crecen bajo otras costumbres en las que de alguna manera me siento su “compañero” de aprendizaje, como quien se sienta en un salón de clases a escuchar a la maestra impartir enseñanzas. Hice un buen puñado de fotos. En aquel tiempo que conformó nuestra realidad, era raro ver más de dos o tres fotografías de un evento en particular. Hasta no hace mucho, recuerdo que mis padres iban a revelar los rollos de la cámara a principio de año y en las 24 ó 36 imágenes habían recuerdos de los cumpleaños y otras ocasiones a lo largo de todo el año pasado. Entonces, se me recreo pensando que en alguna oportunidad, mis hijos tomarán un dispositivo de almacenamiento de memoria rudimentario y primitivo para entonces, para ver las fotos que hoy hacemos con nuestras modernas cámaras y poder recordar así sus primeros pasos en sus propias vivencias en este escenario en el que representan el papel de ellos mismos. Quizá lo mismo que yo, tendrán esa costumbre cuando sean padres y disfrutarán recordando las sensaciones de estos años presentes que para entonces serán igualmente pasados de moda y con modas extravagantes; verán canas donde hoy hay cabellos oscuros… y todos aquellos detalles en los que hoy recuerdo como pequeños episodios de mi paso largo y hermoso por la infancia. La función debe continuar… y continuará. Jose Luis Cunhao

sábado, 22 de mayo de 2010

Réquiem para un librero.

 













martes, 18 de mayo de 2010

Amor sobre Ruedas

                                                                


“se que tengo cilindros
Y un fuerte motor de explosión
Tengo volante y frenos
Lo que no saben es que tengo corazón”
Amor sobre ruedas.
Francisco de Paula


A veces, solemos creer que todo dura para siempre; sobre todo las cosas que de una u otra forma dejamos atrás cuando emprendemos el exilio, en mi caso, más o menos voluntario.

Hace poco leí, o escuché; de una entrevista que hizo Nitu Pérez Osuna a unos Venezolanos en el exterior, no recuerdo a tenor de qué; y expresaba que el mayor sueño de cualquier venezolano fuera de las fronteras es volver a su tierra; pensamiento con el que concuerdo en todas sus letras.

Siempre pensamos que a nuestro retorno a la patria, ya sea de vacaciones o para visitar la familia, encontraremos las cosas que dejamos, claro, empolvadas, arrimadas, quizá en casa de algún otro familiar; pero existiendo dentro del contexto en que se quedaron. En mi caso, entre las muchas cosas que no pude llevar cuando salí de Venezuela fue mi auto, mi R5, del 85; de fabricación francesa y que conduje desde 1994 hasta mi salida del país en diciembre de 2002.

Muchas cosas, sin embargo, continúan allá; cuando llego a casa de mis padres reconozco tantas que alguna vez ocuparon mi espacio y que ahora ornan las paredes de la sala de estar de la casa de mi madre, o en algún rincón escondido de la casa de mi hermana, así como muchas otras en las polvorientas cajas donde fueron embaladas. Algunas otras las tengo en la habitación que destinaron como “mía” y que aún guarda mi juego de cuarto, televisor, entre algunas otras cosas como libros, mi bolso de casetes y algunas películas en VHS. Cuando estoy allá, acaricio mis cosas, las uso, recuerdo… quizá en una interna felicitación y agradecimiento de que aún existan y que de alguna forma me esperen; empolvadas, pasadas de moda, pero aún allí.

Un día, en pleno paro petrolero de 2002, compré una pimpina de gasolina por la fortuna de 20 mil bolívares y se los puse al R5 rumbo a Cabimas; en dos días partiría, no había forma de llevarlo conmigo. Lo estacioné a un lado del garaje de mi padre y allí estuvo, siempre, como una bandera que reclamaba parte de mi espacio, como un recordatorio de que aún yo, estando fuera, tenía un pequeño espacio entre lo que por razones que día a día me duelen más, tuve que dejar atrás.

Mi R5, auto que me acompañó en tan diversas oportunidades, mi primer auto y por demás, con un rugiente motor que yo mismo ayudé a reparar de la mano de mi padre y mi tío César (QEPD); siempre significó para mi  mucho más que tuercas, aceite y cauchos. Ese pedacito de libertad que conduje por las calles marabinas, por las merideñas, por las autopistas y por tantos otros destinos era, sin lugar a duda uno de los atributos que hasta me llegó a caracterizar. Había pocos como ese auto, donde le veían aparcado un buen porcentaje de personas que me conocían identificaban mi presencia en el lugar, ya que no había otro como ese; al menos no en esa combinación de colores.

Daba problemas, si que los daba, como todo auto usado y antiguo, pero sólo llegó a “dejarme botado” una sola vez, de vuelta de Maracay a Maracaibo en un punto perdido entre Barquisimeto y Valencia; por un problema en la bomba de agua. Tantas otras veces me dio qué hacer, pero siempre encontraba la manera de rodarlo hasta llegar a “destino seguro”.

No era sólo un auto, era un pedazo de la persona que lo manejaba. Un joven lleno de ilusiones, de proyectos, de ideas medias revolucionarias con ganas de cambiar el mundo; mi R5, mi Chispita, el Chugabún, como le llegué a apodar en alguna oportunidad.

Hoy, hablé con mis padres por teléfono y me enteré de que finalmente el auto lo habían negociado para la venta; la cantidad de la transacción no importa, de cualquier forma parece irrisoria ante todo el sentimiento que escondían entre sus asientos, en las piezas de ese motor que ayudé a armar, en la palanca de cambios que tantas veces agité de un lugar a otro para dirigir mi camino; aún a una pequeña escala. Ya no está.

En febrero estuve en la patria por 14 días, una tarde, a dos días de mi retorno, le di una buena lavada, limpié con detenimiento su interior, sacudí el polvo, lo encendí, no lo saqué del garaje porque estaba con un problema de frenos; pero sentí el vibrar de sus cuatro cilindros frente a mis manos. No estaba por saber en ese instante que sería la última vez que le vería, al menos entero… y en casa.

Poco a poco vamos siendo desplazados del lugar que creímos que permanecería intacto; de las cosas que dejamos, las personas continúan su vida, donde acostumbramos ver terreno ahora hay casas, donde había un edificio, ahora ya no está; la calle de un solo sentido ahora es doble, el lugar de nuestro auto, ahora está vacío.

Sí, el sueño de todo venezolano en el exterior es volver a la patria, siempre esperando que las cosas que dejamos sigan allí, esperándonos, intactas; pero el tiempo se encarga de moverlas, las necesidades de otros, las circunstancias. El país que dejamos tampoco es el mismo que encontraremos a la vuelta del exilio; muchas personas que dejamos en ella ya no estarán, quizá viviendo sus propios exilios más o menos voluntarios o definitivamente involuntarios.


José Luis Cunhao
Mayo 17, 2010

martes, 13 de abril de 2010

Borra y va de nuevo...




Hace poco Yambal, una marca de cosméticos, le regaló a esta ciudad un reloj de flores muy parecido al que alguna vez, creo, hubo en la Plaza Venezuela. Pero no puedo estar seguro si realmente existió o yo simplemente lo soñé, recurrí a la página de Facebook Caracas en Retrospectiva a refrescar mi memoria, pero no encontré un registro fotográfico de aquel reloj que domina mi memoria, tal vez lo soñé.  Si realmente existió sucumbió ante la competencia del reloj de La Previsora.

La Plaza Venezuela fue un gran estandarte de la Caracas sesentiana y allí vimos nacer y morir un millón de fuentes. Eran inauguradas y destruidas, con asombrosa velocidad. Por alguna extraña razón todas las fuentes de la Plaza Venezuela estaban, al nacer, condenadas a ser destruidas. Esta última creo que es la que más ha durado y como gran logro, tiene la particularidad de que para apreciar toda su belleza hay que estar en los pisos más elevados de los edificios que la circundan. Al parecer todo lo que se colocaba en la plaza estaba condenado al fracaso. 

Así pasó con aquella escultura que emulaba el estudio fisiológico del cuerpo humano de  Da Vinci; luego desapareció y anduvo perdida algunos años, creo que fue rescatada y está ahora en alguna otra parte. También hubo una escultura de Soto (creo que era de él) llamada (creo) El As de Solar. Era una hermosa escultura en aluminio y un buen día desapareció, probablemente fue desmantelada, paulatinamente, para rendir tributo al afán reciclador de los recogelatas. 

Por algún tiempo la Plaza sirvió para cobijar la rueda del triunfo de Lorenzo Fernández. Otra cosa que adornó aquella Plaza Venezuela fue un grandísimo anuncio de neón de  Coca-Cola. Pero vivíamos el imperio de la Pepsi y por años, al menos para mí, Coca-Cola no era mas que una marca de yoyos.

Pero no todo era borra y va de nuevo,  en honor a la verdad hubo cosas estables en aquella Plaza Venezuela; entre ellas los perrocalenteros que hicieron de aquel lugar su centro de operaciones desde el cual, un buen día, dominaron toda la ciudad.

Una de las cosas más estables en aquella Plaza Venezuela fue la pancarta del Teatro del Este. Recuerdo que en aquel edificio -que exhibía el enorme aviso de neón  de Polar, que en los diciembres se convertía en un arbolito- quedó, por años, el Teatro del Este. Allí en su inmensa cartelera por años pudimos ver grandes vallas promocionales de las películas que el teatro exhibiría.

Nació la moda de remodelar viejos edificios y mientras el edificio Polar se convertía en el hermano menor del Cubo Negro; la gran pancarta desapareció y creo El Teatro del Este perdió allí parte de su personalidad, aquella pancarta despertaba, en alguna medida, el deseo de ver la película que con vistosos colores se anunciaba. 

Una vez convertido el Edificio Polar en el hermano menor del Cubo Negro fue coronado por una gran bola de Pepsi y luego alguien aprovechó la idea y colocó una enorme taza de Nescafé en otro edificio cercano; en realidad pudo haber sido al revés ya que cuando éstas nuevas identidades  de la Plaza Venezuela nacieron yo ya no vivía en Caracas, y las conocí juntas. Y ahora parece que estos dos estandartes de la Plaza Venezuela, corren el riesgo de desaparecer también. Parece ser la maldición de la Plaza Venezuela o tal vez sea su verdadera identidad, la de estar allí cambiando.

Allí en aquella pancarta del Teatro del Este, se anunció por meses La Conquista del Planeta de los Simios, una de las tantas secuelas de aquella hermosa película que nos abofeteó sobre la posibilidad inmanente de que en un arranque de locura destruiríamos el planeta, eran los años de la guerra fría y el holocausto nuclear era un posibilidad bastante cierta. El Planeta de los Simios vivió en nuestro inconsciente colectivo por años y llegó a convertirse, al menos para mí,  en una película de culto. Poco a poco Hollywood en entrenó en el delicado arte del remake. Empero nadie se había atrevido a profanar el culto hasta que Tim  Burton  decidió regalarnos una nueva versión del clásico sesentiano.

Cuando la me pasaron en la tele me senté a verla con Mariagracia, obviamente no le gustó mucho y creo que la toleró solo por hacerme compañía. Al terminar le expliqué que esa era la versión de Tim Burton, pero que en mi infancia, cuando tenía mas o menos su edad, había visto la versión original y que era mucho mejor, le prometí tratar de encontrar la versión original en DVD, para que la viéramos juntos, pero en realidad no me propuse a buscarla, no creí que en realidad a ella le importara.

Hace un par de semanas fuimos a ver Alicia en el País de las Maravillas al salir del cine,  frente al helado de rigor, me preguntó si me había gustado, le dije que no mucho que esperaba algo mejor. Mientras comía su helado, me miró y como una gran experta en cine me indicó, ciertamente, que era la versión de Tim Burton, pero que a ella sí le había gustado.

jueves, 1 de abril de 2010

Pata-Pata



Debía estar corriendo el año 69 -año más, año menos-  la televisión era a blanco y negro, nadie podía imaginar que pudiera ser de otra forma, el yogur se llamaba Yoka, las fiestas eran con la Billo Caracas Boy’s o los Melódicos. Estaba de moda el Cachascascán y su mayor exponente Bassil Bathá; ganó fama con su célebre llave Doble Nelson. Bassil Bathá, quién -eso creo; pero no puedo dar fe- cansado de ganarse la vida con las patadas voladoras y simulando golpizas decidió aprovechar la fama ganada en las arenas del Nuevo Circo para abrir una tienda de ropa en El Silencio.

Eran los años felices de finales de los sesenta, aún reinaba en nuestras cuentas nacionales el fifty-fifty. Un anglicismo para decir, como en los juegos de muchachos, contá y mitá. Así que con aquella fórmula, de la que, a ratos, creo  no debimos haber salido, los americanos se llevaban su buena tajada de la venta del petróleo y al estado venezolano le quedaba lo justo para vivir, como la mayoría de las familias venezolanas de aquella época,  humilde; pero dignamente.

Por aquella época no existían las multinacionales de la noticia, CNN (si era que existía) probablemente era un canal local.  Las noticias sucedían al mismo ritmo que suceden hoy; pero nos enterábamos un par de días después. En aquellos días Adolfo Martínez Alcalá era, tal vez, la voz con mayor credibilidad de la radio venezolana. Comenzaba la tanda de noticias en Radio Capital con la lista del montón de nombres  las principales agencias noticiosas internacionales. Como no había imágenes las siglas de antecedía les deba credibilidad, o por lo menos nos indicaba de cuál lado de La Guerra Fría estaban. En aquella época existían dos Alemanias, y un solo Berlín, separado por un muro levantado entre gallos y media noche.

El mundo, en aquellos años, era más grande de lo que es ahora. Sudáfrica existía en el mismo sitio que existe hoy, pero de aquella república sabíamos poco, muy poco. El único nombre que podíamos asociar era el de Richard Bernard (¿sería él?) y eso porque se le ocurrió trasplantar un corazón, una hazaña en aquella época y aún en esta.  Por aquella época Nelson Mandela no era el presidente de Sudáfrica, era una víctima del Apartheid (¿se escibirá así?) Proveniente de aquellas tierras africanas por aquella época nos visitó  Miriam Makeeba (¡creo que se escribe así!), y un ritmo contagioso llamado el Pata-Pata, eran los años felices. Mas de uno bailó el Pata-Pata aunque nadie entendió la letra, no importaba. 

No con poca sorpresa el domingo pasado debí cederle a Carolina el control del equipo de sonido. Para ella, la tortura de oír música venezolana, ya era suficiente. Así que tomó, casi por asalto, el equipo de sonido. Disfrutó haciéndome oír a su cantante predilecta: Thalia. No con poca sorpresa pude escuchar el remake mexicano de aquella canción. Me acordé de Miriam Makeeba. No con poca sorpresa Carolina escuchó mi explicación de que aquella era una vieja canción y que Thalia se la  copiado. En defensa de su heroína musical argumentó que ella se había copiado sólo una canción y que los A-teens se los habían copiado todos. Como siempre Carolina tenía razón.

 

Marzo, 2000.

viernes, 26 de marzo de 2010

Venezuela habla cantando.



Nunca fui, particularmente, un admirador de Ilan Chester. Creo que de sus canciones sólo recuerdo Cerro El Avila que en mi época se convirtió en una especie de himno-homenaje para el Sultán a cuyos pies la ciudad se rinde cual odalisca. De los otros éxitos de Ilan recuerdo, apenas, el tema musical de Macho y Hembra, que por obvias razones me gustó. Así que la última vez que fui a Caracas me recomendaron comprar su nuevo disco: Cancionero. Empero, sin concederle el beneficio de la duda, opté por un par de otros discos que estaba seguro me serían  buena compañía. 

Pero el Azar Inmóvil hizo que Abraham, sabiamente, sin preguntarme mi opinión me enviara un cassette con las canciones del nuevo Ilan.  Así que me dispuse a oír ese regalo de Abraham que, no en balde y literalmente, había atravesado medio mundo para llegar hasta mis manos.  Era de noche, y para no molestar a las mujeres de la casa, lo escuché solitariamente, con uno de esos aparatitos que en mi época se llamaban Walkman. Para mi sorpresa encontré un Ilan desconocido, interpretando lindas canciones venezolanas.

Así que en las tardes cuando llego de la oficina, gracias a la excelente interpretación de Ilan, puedo escuchar un poco de música venezolana sin el riesgo de que las mujeres de la casa me formen sindicato. Así fue que descubrí que a La Mariagracia parece gustarle. Nunca entendí esa, tan chilena, deformación de anteponer el prefijo LA a los nombres femeninos. Por eso le pegué el nombre, por que si al alguno se le ocurre llamármela La María, en buen chileno, le saco la cresta. A Mariagracia parece gustarle las canciones de Ilan.  Tal vez sólo le gusta sentirse, por un rato, el centro del mundo

Así que con ambas niñas en las piernas nos dedicamos, una que otra tarde, a escuchar música venezolana. Así fue como llegué a la explicación, para Carolina, de lo que era un canto de ordeño. Le conté que, en Venezuela, para ordeñar las vacas les cantábamos y por eso se llamaban Cantos de Ordeño. Como Carolina no sabía que se cantaba en  Ecuador para el  ordeño le preguntamos a La Blanquita (nuestra Nana) que siendo de allá, y habiendo alguna vez ordeñado vacas, seguramente sabría. Carolina descubrió, con tristeza, que en su país ordeñaban a las pobres vacas sin darles nada a cambio. Después le recordé que también teníamos cantos de pilón y recordó que alguna vez había tratado de explicárselos; pero en aquel momento no le pareció algo importante.

Seguimos oyendo algunas canciones más. Al oír otra canción, con esa perversa ingenuidad con la que interpreta el mundo,  me preguntó qué hacíamos con esa canción. Le tuve que decir que eso era sólo una canción que y no hacíamos nada cuando la cantábamos.


Abril, 2001


viernes, 5 de marzo de 2010

Bongo Soda.



Uno es un animal de costumbres, mientras viví en Quito, tenía que ir a Guayaquil generalmente una vez por semana, así  que escogí un hotel al que siempre llegaba. Con el tiempo uno logra que lo conozcan y si, por casualidad o alguna omisión, tienes que viajar sin haber hecho la reserva respectiva, sabes que el recepcionista no te dejará dormir en una plaza. De esa forma me hice cliente de un par de hoteles guayaquileños. Pero en la variedad está el gusto y solía ir a buscar distintos sitios para desayunar.   Así fue que una  mañana encontré un sitio nuevo: Bongo Soda. Era un sitio que, a pesar de estar muy nuevo,  sólo con entrar te transportabas al pasado.

Era un local largo, del lado derecho una larga hilera de mesas, lindamente acomodadas, con un mantel blanco, los típicos saleros y las clásicas tazas de porcelana. Pesadas tazas con dos rayas verde oscuro al borde. Una raya muy gruesa y una muy finita. Las tradicionales tazas de café en donde más de uno habrá tomado, alguna vez, un marrón grande. Una larga barra, tan larga como el local. Los clásicos taburetes rotatorios, de madera y latón cromado. Un gran espejo frente a la barra. Los clásicos servilleteros cromados. Esos donde, de cada lado, gracias al mecanismo dominado por un resorte, podías tener siempre una servilleta a mano. De allí que cada vez  que pude desayuné en el Bongo Soda. Al entrar allí, me sentía transportado a las viejas fuentes de soda de la Caracas sesentiana.

De la noche a la mañana, las fuentes de soda desaparecieron del paisaje caraqueño, poco a poco fueron arrastradas hasta la extinción gracias a la llegada, implacable, de los fast food. En alguna época cada CADA tuvo su propia fuente de soda, allí transcurrió buena parte de la vida de la Caracas sesentiana. Allí comimos nuestras primeras hamburguesas. Luego donde antes reinaron las fuentes de soda de los CADA surgieron los Burger King, para hacerle la competencia a los Tropi Burger y a los Crema Paraíso las reinas de nuestra, vernácula, comida rápida. En algún momento existió una cadena de fast food que se llamó Chesse & Meat, en buen criollo, duró lo que dura un peo en un chinchorro. Tal vez fue su nombre, demasiado gringo para aquella época, tal vez por que en aquella época las fuentes de soda eran, todavía, piezas emblemáticas de nuestra ciudad y preferíamos ir hasta ellas.

Un poco antes de la Plaza Venezuela, en la avenida Quito,  quedaba una vieja fuente de soda: Castellino. Allí vendían unos ricos helados de pistacho y otros del clásico ron-con-pasas.  En Castellino transcurrió buena parte de la historia de mi adolescencia. Iba allí y tomando un buen café  - marrón grande, claro está –  podía pasar horas conversando con algún amigo, tratando de arreglar el mundo o echándolo a perder sin darnos cuenta. Disfrutar el tiempo era el mayor atractivo de las viejas fuentes de soda. Han ido desapareciendo, haciéndole espacio a las cadenas de Fast Food. En donde uno va, come y se larga. Son antros diseñados para que uno, aunque tenga tiempo, coma apurado. Están diseñadas para comer y salir apurado.

Hace un par de años estuve en Caracas y pasé frente a Castellino, sentí tristeza de ver sus viejas puertas cerradas, sus viejas mesas y sus sillas cromadas ya no estaban allí. Por haber vivido cerca, pasé muchas horas sentado en sus viejas sillas conversando con buenos y viejos amigos. Las fuentes de soda eran espacios diseñados para pasar horas. Eran acogedoras e  invitaban a quedarse, apoltronarse en sus sillas, y pedir un café  tras otro. Sin darte cuenta te ibas quedando.

Cuando le conté a mis amigos guayaquilenos de mi descubrimiento de esta nueva fuente de soda me contaron que Bongo Soda había sido una emblemática fuente de soda guayaquileña y que lo que había conocido era una especie de remake. Me contaron de dónde había surgido, primigeniamente, su nombre; pero de esto no puedo dar fe. Según me contaron, el dueño era un libanés que al estar por inaugurar su nuevo local, le preguntaba  a quien era una especie de asesor, “¿Qué nombre le bongo?, “¿Qué nombre le bongo?” Al parecer ya tenía a este señor verde con la misma pregunta cada cinco minutos. Hasta que el señor le contestó: “Bóngale Bongo y no soda” Así fue que la fuente de soda quedó llamándose: Bongo Soda.


Enero, 2000

miércoles, 24 de febrero de 2010

Bueno el Curanto, pero no tanto.



In memoriam  Boris Vásquez Duarte.

Cuando era joven, soltero y vivía en Caracas, en los años de la dulce bohemia, tuve un amigo de carrete, como le dicen por aquí a las noches de farra. No me van a creer no recuerdo como se le decía en aquellos años a una noche de tragos y vida disipada. Pudiera ser Bonche, pero el bonche, para mí, en cierto sentido, era una fiesta con algún nivel de estructuración. Una noche de farra/carrete es mas bien espontánea y se sabe poco lo que pueda suceder. No tengo el sustantivo apropiado, por ello voy a usar uno, pero puede ser demasiado genérico: pachanga.  Aunque la pachanga, mas que un evento, es mas una forma de vivir y ver las cosas; pero estamos entrando en el terreno, difícil, de la filosofía.

Por aquella época mi amigo de carrete, farra, bonche y/o pachanga, a pesar de ser peruano -o tal vez por eso mismo- era un amante fervoroso del mondongo. Me refiero a la sopa típica de la cocina criolla. Esa sopa donde el sabor de una pata de res, se funde con la panza y danzando con trozos de jojoto, pedazos de ocume, suculentas porciones de ñame, uno que otro trozo de yuca dulce, en medio de diminutos  trocitos de zanahoria y otras especies crean un sabor único que se rinde  ante el leve toque de cilantro. Esa mezcla de sabores crean una sopa capaz de devolverte la vida o de arrancártela.

Boris, que era como se llamaba mi amigo, tenía una inusitada capacidad para  la farra, carrete, bonche y/o pachanga,  siempre que salíamos a tomarnos unas cervecitas, a eso de las tres de la mañana, cuando ya el cuerpo no podía más. Nos dirigíamos, sin prisa y sin pausa, al El Granjero de Chacao, no tengo idea si aún exista, a pesar de no ser los mejores mondongos del mundo,  te servían pequeñas porciones. Lo suficiente y necesario  para recomponer tu cuerpo sin arriesgarte a una embolia. Al final, calabaza, calabaza: cada quien para su casa. Nos marchábamos  con la esperanza que el ratón  del día siguiente fuera benigno. Como decía el viejo comercial de Diablitos Underwood: Qué tiempos aquellos.

Hace algún tiempo Les prometí contarles lo del Curanto, y como lo prometido es deuda, se los cuento ahora; no vaya a ser que nunca se los cuente. Así que puesto allí, entre la seguridad de unas machas a la parmesana y en la posibilidad remota de conocer Chiloé, me decidí a probar el curanto. Habían venido por negocios  Marianita, mi cuñada, y su jefe: Nicola. Era uno de esos viajes de negocios en donde no te queda tiempo de conocer más que el aeropuerto, un par de salas de reuniones, el lobby del hotel y uno que otro restorán. Así que decidimos ir al Mercado Central. No puedes venir a Santiago de Chile y no comer en Donde Augusto.  Frente a la carta y en medio de todas las suculentas viandas ofrecidas, estaba allí el Curanto. Para ese momento no era para mí mas que el nombre de una plato típico que rondaba mi mente y mi curiosidad. Me decidí y lo pedí.

El garzón,  como le dicen por aquí a los mesoneros, tomó la orden de todos los comensales y la mía del Curanto. Sin mediar palabra y sin misericordia se alejó. Regresó a la media hora, con una olla tamaño baño, en donde se daban cita: medio pollo, cincuenta centímetros de longaniza, un enorme trozo de pescado, un filete de res y  una chuleta de chancho. Todo en medio de una procesión de crustáceos y mariscos a discreción. Una hora después, este humilde servidor caía rendido ante la olla intacta. Todos se reían de mi y mi ocurrencia de pedir el célebre Curanto. Mientras trataba en vano de dar cuenta de aquel plato, me acordé de las prudentes porciones de mondongo del Granjero de Chacao. Me preguntaron que tal el Curanto  sólo alcancé a contestar, parafraseando el viejo refrán: bueno el Curanto, pero no tanto.


Octubre, 2000

Nota:
En diciembre ya por esos azares del Facebook (en realidad del Sónico) puede localizar a mi buen amigo Boris luego de casi un par de décadas de haberle perdido la pista, pero gracias a las nuevas redes sociales  nos pusimos en contacto y le invite a visitar el Blog, se hizo seguidor bajo el pseudónimo de Borjohn. Cuando estuve en Caracas, el tiempo apenas alcanzó para una llamada telefónica. Le comenté que cuando viví en Chile le había escrito una para él, le prometí colgarla tan pronto volviera a Quito, pero no lo hice, el lunes recibí un mail de su hermano indicándome que había muerto el 10 de enero de un ataque cardiaco.

viernes, 19 de febrero de 2010

El norte es una quimera.

 

Me fui para Nueva York
en busca de unos centavos
y he regresado a Caracas
como fuete de arriar pavos.
Luis Fragachán.

Subiendo desde la Plaza Venezuela -el símbolo emblemático de la ciudad- por avenida La Salle -esa misma que va a terminarse a las faldas de El Ávila justo donde queda Venevisión y el colegio que da nombre a la avenida- en la avenida La Salle un poco antes de cruzarse con la Avenida Andrés Bello quedaba un restorán que por muchísimos años se llamó El Fogón. Ese restorán un buen día amaneció con su nombre cambiado -rara manía de los venezolanos de cambiarle los nombres a las vainas, tal vez, esperando que el cambio de nombre conjure un cambio de rumbo-  para pasar a llamarse El Hato Grill. A ellos el cambio de nombre, al parecer, les funcionó ya que llevan más de 30 años, con ese nombre, sazonando las noches caraqueñas.

Tal vez por que al pasar sus puertas -sostenida con unos pequeños y pesados saquitos que hacían la figura de contrapeso de una rudimentaria polea-  se nos habría el continente de la nostalgia, tal vez por la costumbre de tener siempre música en vivo,  tal vez por la cercanía a la casa,  tal vez por su excelente carne y buen servicio, tal vez por que allí uno se sentía como en casa, tal vez por algún azar de la vida,  nos hicimos asiduos de  la tasca de El Hato Grill; que en realidad se llamaba El Entreverao. A eso de las 8 ó 9 de la noche, un par de veces a la semana,  casi religiosamente, íbamos a disfrutar de su excelente parrilla mixta y un par de Polar heladitas. De hecho, allí, cobijados por ese clima familiar del local, esperamos la hora de irnos a casa para hacer retumbar las ollas el día que media Caracas  - y la otra mitad también - le pidió a CAP que renunciara.

Al salir de la UCV, habiendo abandonado las tascas estudiantiles, nos instalamos en El Hato. Todavía, cada vez que voy a Caracas, me acerco a El Hato y disfruto allí de las delicias de la comida criolla y de la música en vivo que El Hato siempre nos ha regalado; bueno en realidad nos cobra muy disimulada y justamente. Por un momento muy breve, debido a mi inminente partida, El Hato se convirtió en el  punto de encuentro de un selecto grupo de amigos. Por El Hato pasaron muchos cantantes de esos, medio improvisados, que deleitan el oído de quienes - bien sea por una reunión de negocios o por alguna canita al aire - iban a su tasca a pegarse unas birritas antes de llegar a casa. De aquellos cantantes recuerdo, muy especialmente, uno medio gordito que llamaban El Pájaro. Tal vez por su buena voz, tal vez por el parecido con el tenor italiano, tal vez por que se había pasado de palos  algún gracioso lo bautizó con el mote de Pajaroti. Este cantante fue por un tiempo un poco el alma del local y cada vez que íbamos le hacíamos llegar servilletas de papel con nuestras preferencias musicales. Mas de una vez Mindy Torres - vieja y querida amiga de aquella época – le pedía aquel hermoso merengue venezolano que le recordaba su época de estudiante texana en sus años cuatrotrientísticos. 

Al ritmo de aquel merengue venezolano, muy contagioso, y acompañados de la voz de Pajaroti siempre cantábamos:  El Norte es una Quimera... sin saber que en aquel momento que vivir en Chile me enseñaría que, al parecer, el sur también lo es.

 


Diciembre, 1999.


miércoles, 3 de febrero de 2010

La Quema de Judas.


Pantalón de cotonía,
zapatos sin dirección
casaca federalista
basura por corazón,
va el pobre Judas de Cagua;
lo agarró la Comisión
y el pueblo, encendido en gritos,
lo sigue como un hachón.
 
Aquiles Nazoa.

Fue el nombre de una película setentiana  de la que no recuerdo nada, probablemente porque no la vi y si la vi no la recuerdo. Fue una  de tantas películas venezolanas que como leiv motive (¿se escribirá así?) tenían el eje subversión-marginalidad que tantas películas engendró en el último tercio de nuestro siglo pasado. No sé por qué hubo tantas películas sobre marginalidad. No sé por qué la marginalidad maravilló tanto a los cineastas setentianos. Hoy, unos pocos años después, la delincuencia en  Venezuela ya no merece una película, son una serie televisiva de entregas diarias. En todo caso lo único que recuerdo de aquella película fue que la dirigió y protagonizó Miguel Angel Landa.

Hoy creo que Miguel Angel anda lejos de cine, en esa empresa probablemente perdió más de una camisa ya que fuera de Hollywood pocos logran vivir del cine. Hoy lo veo los domingos en Bienvenidos; es un programita con pocos méritos, a más de hacernos ver un par de actrices cómicas con fabulosos cuerpos que parecen - y son - hechos mano y uno que otro chiste. Pero en todo caso sirve para la nostalgia poder recordar al sempiterno Nino Frescovaldi y al, nunca bien ponderado, Comenabos.

Esa costumbre tan venezolana de quemar a Judas el Domingo de Resurrección tiene un correlato parecido los 31 de diciembre en Ecuador con lo que ellos llaman El Año Viejo. Con la misma receta que nos muestra Aquiles Nazoa  en  diciembre se prepara un muñeco, al que se le suele añadir una generosa porción de triqui-traquis, para ser quemado a las 12 de la noche, no si antes propinarle algunas patadas y puñetes. Cada año es quemado y cada cual puede personificar su año viejo con el personaje de su gusto. Es interesante ver en los días finales del año como prospera una industria de muñecos de aserrín y de caretas. El único diciembre que Abdalá Bucaram estuvo en el poder, antes de ser derrocado gracias a  un par de semanas de multitudinarias protestas populares, emitió un decreto que prohibió que se hicieran caretas con su rostro, lo que no impidió que fuera quemado en más de una casa.

Más allá de las connotaciones políticas que tiene la quema del año viejo es una costumbre muy pintoresca. Unos pocos días antes del fin de año las calles se llenan, especialmente en provincias, de gente que impide el paso con una cuerda y a los que hay que dar una pocas monedas. Siempre hay uno o dos hombres vestidos de mujer que son los que piden el dinero son las llamadas viuditas.  Puede resultar un poco grotesco ver a estos hombres vestidos de mujer. Cuando los vi, por primera vez, no pude evitar acordarme de las fiestas de carnaval en las que alguno, y sin pedirte ni medio, disfrazado de negrita preguntaba a todos: ¿a que no me conoces?

 

Enero, 2002

lunes, 25 de enero de 2010

Puerta de Iglesia.



 



Nunca fui bueno para la pelota. De hecho, un poco en broma un poco en serio, mis amigos de colegio me llamaban puerta de iglesia, ya que decían que debía usarla como bate. Así que nunca fui un experto en la pelota. La primera vez que fui a un estadio de béisbol fue hace muchísimo tiempo, Los Piratas de Pittsburg y los Rojos de Cincinatti hicieron un par de juegos de exhibición en el Estadio Universitario. Así que el día en que a la escuela donde estudiaba alguien, supongo que los organizadores del evento,  hicieron llegar unas pocas entradas. A mi maestra le tocaron dos, así que se vio obligada buscar una forma democrática y justa de repartir entre 20 ó 30 carajitos aquel par de entradas.

Mi maestra no encontró mejor idea que rifarlas, pero para hacer un tributo a la perversión que debe haber en toda persona que se gana la vida  tratando de amaestrar a pequeñitos seres en el delicado arte de la vida; decidió hacer una pregunta y quienes supieran la respuesta ganarían una de aquellas preciadas entradas. Debió haber preguntado alguna de esas sandeces que la escuela primaria se empeña en enseñarnos y yo gané, tal vez por obra y gracia de ser de los primeros de la lista, una de aquellas entradas.

Esa fue la primera vez que fui a un estadio de béisbol, ese fue la primera vez que veía un partido de béisbol y obviamente no entendí mucho. Mi padre trató de explicarme algunas cosas, las más elementales; pero cualquiera que haya visto un partido de béisbol con un lego, sabrá lo difícil que es tratar de explicar lo emocionante que puede ser que durante nueve entradas no suceda nada.  Ese día no aprendí mucho a no ser que por qué aquellos caramelitos rellenos de chicle que vendían en todas las cantinas de los colegios, y que obviamente tenían la forma de pelota, se llamaban Baseball.

Eso fue hace muchos años, unos pocos años antes de que amaneciéramos con un barril de petróleo a 40 dólares, y todo se fuera a la cresta. Eran los años del primer gobierno de Caldera, eran los años de La Conquista del Sur, eran los años de la inauguración de la refinería de El Tablazo, eran los años que descubrimos que podíamos sembrar el país de emporios industriales con la  famosa fórmula de  “llave en mano” y jurábamos que nos las estábamos comiendo.  Eran los años dulces de un país que creía que el futuro estaba obligado a llegar. Eran los años de la televisión a blanco y negro.

Desde aquel día en que me gané esa entrada al partido de béisbol y dispuesto a aprender un poco más de aquel juego  todos los domingos, a golpe de 10 de la mañana, encendía el televisor para disfrutar del mejor programa de concursos que la televisión venezolana. Eran los días de El Batazo de la Suerte.

Enero, 2000