Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

sábado, 16 de enero de 2010

Pequeña gota de rocio

Cuando llegue mi niña:
cantaré, cantaré
Cuando llegue mi niña:
reiré, reiré...

Como pequeña gota de rocío.
Simón Díaz.

El 15 de noviembre llegó el día más esperado de nuestras vidas. Luego de 38 semanas de larga espera, a las 10 de la noche, las contracciones se repitieron con una exactitud cronométrica. Cada cinco minutos, cerca 40 segundos cada una. Después de casi una hora Carolina ya no miraba el reloj; sumaba 5 cinco minutos y anotaba en un papel la hora de la contracción. Para ella era más importante la exactitud de la cuenta que de las propias contracciones.

Catalina sabía que algo iba a pasar; un dolor inmenso se focalizaba en sus caderas. Sentía, eso me dijo, que se partiría en dos. Ya habíamos pasado un par de noches anotando contracciones y tomando café como decía Carolina: para la nervisosidad. Empero, ese día eran distintas. Catalina sabía que algo iba a pasar. Llamamos a Margarita Burzosky (¡espero que se escriba así!) y le contamos que el día había llegado. Nos hizo las preguntas de rigor, aquellas que nos dijo que nos haría, y nos tranquilizó. Prometió llamarnos en una hora. En una hora nos llamó, volvió a tranquilizarnos y nos mandó a la clínica. Así que a las 2 de la mañana, con tranquilidad y nervios, nos dirigimos a la Clínica Alemana un par de horas (2:16, para ser exactos) después tenía entre mis manos el cuerpo de mi niña.

Un cuerpito de 49 centímetros, de casi de cuatro kilos. Azulado y, no me van a creer, con una especie de mantequilla que lo embadurnaba. Me la pusieron en los brazos, yo no sabía que hacer. Margarita me puso una mano en el hombro y me dijo: agárrala, es tuya. Yo quería llorar, quería besar a Catalina, abrazar a la niña. No sabía, exactamente, qué debía hacer. Todas las instrucciones que Margarita me había –cuidadosamente- dado las olvidé; pero doy gracias a Dios que en este país, lejos de la familia, de hermanas, madres, cuñadas y suegras, Margarita me puso aquella mano en el hombro.

Desde ese día me quedé embelesado mirando las dos paraparas que tiene mi hija por ojos y no puedo menos que intentar cantarle alguna canción de cuna, yo que no canto ni números de lotería. Le canto Arroz con leche, la única canción de cuna que, más o menos, me sé. Por razones prácticas decidimos presentarla como chilena, al fin y al cabo, cuando ella crezca podrá optar por cualquiera de las tres nacionalidades. Ella decidirá en su debido momento que es lo que le conviene más. De momento y para ganar terreno, medio de contrabando y sin que nadie sepa, cambio de canción y la arrullo con las sublimes notas del Himno Nacional.


Noviembre, 2000.

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