Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

miércoles, 24 de febrero de 2010

Bueno el Curanto, pero no tanto.



In memoriam  Boris Vásquez Duarte.

Cuando era joven, soltero y vivía en Caracas, en los años de la dulce bohemia, tuve un amigo de carrete, como le dicen por aquí a las noches de farra. No me van a creer no recuerdo como se le decía en aquellos años a una noche de tragos y vida disipada. Pudiera ser Bonche, pero el bonche, para mí, en cierto sentido, era una fiesta con algún nivel de estructuración. Una noche de farra/carrete es mas bien espontánea y se sabe poco lo que pueda suceder. No tengo el sustantivo apropiado, por ello voy a usar uno, pero puede ser demasiado genérico: pachanga.  Aunque la pachanga, mas que un evento, es mas una forma de vivir y ver las cosas; pero estamos entrando en el terreno, difícil, de la filosofía.

Por aquella época mi amigo de carrete, farra, bonche y/o pachanga, a pesar de ser peruano -o tal vez por eso mismo- era un amante fervoroso del mondongo. Me refiero a la sopa típica de la cocina criolla. Esa sopa donde el sabor de una pata de res, se funde con la panza y danzando con trozos de jojoto, pedazos de ocume, suculentas porciones de ñame, uno que otro trozo de yuca dulce, en medio de diminutos  trocitos de zanahoria y otras especies crean un sabor único que se rinde  ante el leve toque de cilantro. Esa mezcla de sabores crean una sopa capaz de devolverte la vida o de arrancártela.

Boris, que era como se llamaba mi amigo, tenía una inusitada capacidad para  la farra, carrete, bonche y/o pachanga,  siempre que salíamos a tomarnos unas cervecitas, a eso de las tres de la mañana, cuando ya el cuerpo no podía más. Nos dirigíamos, sin prisa y sin pausa, al El Granjero de Chacao, no tengo idea si aún exista, a pesar de no ser los mejores mondongos del mundo,  te servían pequeñas porciones. Lo suficiente y necesario  para recomponer tu cuerpo sin arriesgarte a una embolia. Al final, calabaza, calabaza: cada quien para su casa. Nos marchábamos  con la esperanza que el ratón  del día siguiente fuera benigno. Como decía el viejo comercial de Diablitos Underwood: Qué tiempos aquellos.

Hace algún tiempo Les prometí contarles lo del Curanto, y como lo prometido es deuda, se los cuento ahora; no vaya a ser que nunca se los cuente. Así que puesto allí, entre la seguridad de unas machas a la parmesana y en la posibilidad remota de conocer Chiloé, me decidí a probar el curanto. Habían venido por negocios  Marianita, mi cuñada, y su jefe: Nicola. Era uno de esos viajes de negocios en donde no te queda tiempo de conocer más que el aeropuerto, un par de salas de reuniones, el lobby del hotel y uno que otro restorán. Así que decidimos ir al Mercado Central. No puedes venir a Santiago de Chile y no comer en Donde Augusto.  Frente a la carta y en medio de todas las suculentas viandas ofrecidas, estaba allí el Curanto. Para ese momento no era para mí mas que el nombre de una plato típico que rondaba mi mente y mi curiosidad. Me decidí y lo pedí.

El garzón,  como le dicen por aquí a los mesoneros, tomó la orden de todos los comensales y la mía del Curanto. Sin mediar palabra y sin misericordia se alejó. Regresó a la media hora, con una olla tamaño baño, en donde se daban cita: medio pollo, cincuenta centímetros de longaniza, un enorme trozo de pescado, un filete de res y  una chuleta de chancho. Todo en medio de una procesión de crustáceos y mariscos a discreción. Una hora después, este humilde servidor caía rendido ante la olla intacta. Todos se reían de mi y mi ocurrencia de pedir el célebre Curanto. Mientras trataba en vano de dar cuenta de aquel plato, me acordé de las prudentes porciones de mondongo del Granjero de Chacao. Me preguntaron que tal el Curanto  sólo alcancé a contestar, parafraseando el viejo refrán: bueno el Curanto, pero no tanto.


Octubre, 2000

Nota:
En diciembre ya por esos azares del Facebook (en realidad del Sónico) puede localizar a mi buen amigo Boris luego de casi un par de décadas de haberle perdido la pista, pero gracias a las nuevas redes sociales  nos pusimos en contacto y le invite a visitar el Blog, se hizo seguidor bajo el pseudónimo de Borjohn. Cuando estuve en Caracas, el tiempo apenas alcanzó para una llamada telefónica. Le comenté que cuando viví en Chile le había escrito una para él, le prometí colgarla tan pronto volviera a Quito, pero no lo hice, el lunes recibí un mail de su hermano indicándome que había muerto el 10 de enero de un ataque cardiaco.

viernes, 19 de febrero de 2010

El norte es una quimera.

 

Me fui para Nueva York
en busca de unos centavos
y he regresado a Caracas
como fuete de arriar pavos.
Luis Fragachán.

Subiendo desde la Plaza Venezuela -el símbolo emblemático de la ciudad- por avenida La Salle -esa misma que va a terminarse a las faldas de El Ávila justo donde queda Venevisión y el colegio que da nombre a la avenida- en la avenida La Salle un poco antes de cruzarse con la Avenida Andrés Bello quedaba un restorán que por muchísimos años se llamó El Fogón. Ese restorán un buen día amaneció con su nombre cambiado -rara manía de los venezolanos de cambiarle los nombres a las vainas, tal vez, esperando que el cambio de nombre conjure un cambio de rumbo-  para pasar a llamarse El Hato Grill. A ellos el cambio de nombre, al parecer, les funcionó ya que llevan más de 30 años, con ese nombre, sazonando las noches caraqueñas.

Tal vez por que al pasar sus puertas -sostenida con unos pequeños y pesados saquitos que hacían la figura de contrapeso de una rudimentaria polea-  se nos habría el continente de la nostalgia, tal vez por la costumbre de tener siempre música en vivo,  tal vez por la cercanía a la casa,  tal vez por su excelente carne y buen servicio, tal vez por que allí uno se sentía como en casa, tal vez por algún azar de la vida,  nos hicimos asiduos de  la tasca de El Hato Grill; que en realidad se llamaba El Entreverao. A eso de las 8 ó 9 de la noche, un par de veces a la semana,  casi religiosamente, íbamos a disfrutar de su excelente parrilla mixta y un par de Polar heladitas. De hecho, allí, cobijados por ese clima familiar del local, esperamos la hora de irnos a casa para hacer retumbar las ollas el día que media Caracas  - y la otra mitad también - le pidió a CAP que renunciara.

Al salir de la UCV, habiendo abandonado las tascas estudiantiles, nos instalamos en El Hato. Todavía, cada vez que voy a Caracas, me acerco a El Hato y disfruto allí de las delicias de la comida criolla y de la música en vivo que El Hato siempre nos ha regalado; bueno en realidad nos cobra muy disimulada y justamente. Por un momento muy breve, debido a mi inminente partida, El Hato se convirtió en el  punto de encuentro de un selecto grupo de amigos. Por El Hato pasaron muchos cantantes de esos, medio improvisados, que deleitan el oído de quienes - bien sea por una reunión de negocios o por alguna canita al aire - iban a su tasca a pegarse unas birritas antes de llegar a casa. De aquellos cantantes recuerdo, muy especialmente, uno medio gordito que llamaban El Pájaro. Tal vez por su buena voz, tal vez por el parecido con el tenor italiano, tal vez por que se había pasado de palos  algún gracioso lo bautizó con el mote de Pajaroti. Este cantante fue por un tiempo un poco el alma del local y cada vez que íbamos le hacíamos llegar servilletas de papel con nuestras preferencias musicales. Mas de una vez Mindy Torres - vieja y querida amiga de aquella época – le pedía aquel hermoso merengue venezolano que le recordaba su época de estudiante texana en sus años cuatrotrientísticos. 

Al ritmo de aquel merengue venezolano, muy contagioso, y acompañados de la voz de Pajaroti siempre cantábamos:  El Norte es una Quimera... sin saber que en aquel momento que vivir en Chile me enseñaría que, al parecer, el sur también lo es.

 


Diciembre, 1999.


miércoles, 3 de febrero de 2010

La Quema de Judas.


Pantalón de cotonía,
zapatos sin dirección
casaca federalista
basura por corazón,
va el pobre Judas de Cagua;
lo agarró la Comisión
y el pueblo, encendido en gritos,
lo sigue como un hachón.
 
Aquiles Nazoa.

Fue el nombre de una película setentiana  de la que no recuerdo nada, probablemente porque no la vi y si la vi no la recuerdo. Fue una  de tantas películas venezolanas que como leiv motive (¿se escribirá así?) tenían el eje subversión-marginalidad que tantas películas engendró en el último tercio de nuestro siglo pasado. No sé por qué hubo tantas películas sobre marginalidad. No sé por qué la marginalidad maravilló tanto a los cineastas setentianos. Hoy, unos pocos años después, la delincuencia en  Venezuela ya no merece una película, son una serie televisiva de entregas diarias. En todo caso lo único que recuerdo de aquella película fue que la dirigió y protagonizó Miguel Angel Landa.

Hoy creo que Miguel Angel anda lejos de cine, en esa empresa probablemente perdió más de una camisa ya que fuera de Hollywood pocos logran vivir del cine. Hoy lo veo los domingos en Bienvenidos; es un programita con pocos méritos, a más de hacernos ver un par de actrices cómicas con fabulosos cuerpos que parecen - y son - hechos mano y uno que otro chiste. Pero en todo caso sirve para la nostalgia poder recordar al sempiterno Nino Frescovaldi y al, nunca bien ponderado, Comenabos.

Esa costumbre tan venezolana de quemar a Judas el Domingo de Resurrección tiene un correlato parecido los 31 de diciembre en Ecuador con lo que ellos llaman El Año Viejo. Con la misma receta que nos muestra Aquiles Nazoa  en  diciembre se prepara un muñeco, al que se le suele añadir una generosa porción de triqui-traquis, para ser quemado a las 12 de la noche, no si antes propinarle algunas patadas y puñetes. Cada año es quemado y cada cual puede personificar su año viejo con el personaje de su gusto. Es interesante ver en los días finales del año como prospera una industria de muñecos de aserrín y de caretas. El único diciembre que Abdalá Bucaram estuvo en el poder, antes de ser derrocado gracias a  un par de semanas de multitudinarias protestas populares, emitió un decreto que prohibió que se hicieran caretas con su rostro, lo que no impidió que fuera quemado en más de una casa.

Más allá de las connotaciones políticas que tiene la quema del año viejo es una costumbre muy pintoresca. Unos pocos días antes del fin de año las calles se llenan, especialmente en provincias, de gente que impide el paso con una cuerda y a los que hay que dar una pocas monedas. Siempre hay uno o dos hombres vestidos de mujer que son los que piden el dinero son las llamadas viuditas.  Puede resultar un poco grotesco ver a estos hombres vestidos de mujer. Cuando los vi, por primera vez, no pude evitar acordarme de las fiestas de carnaval en las que alguno, y sin pedirte ni medio, disfrazado de negrita preguntaba a todos: ¿a que no me conoces?

 

Enero, 2002