Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

domingo, 25 de julio de 2010

La función debe continuar…

 Siempre que tengo oportunidad, y digo muy responsablemente la palabra “siempre”, me dejo resbalar al rincón del estante ubicado en la sala de la casa de mis padres y sentarme en posición de loto frente a los álbumes de fotos que, empolvados, llevan años guardados en el mismo lugar. Con olor a guardado, dentro de sus páginas de papel y plástico guardan tantas imágenes de la vida de todos los que conmigo crecieron; algunos que ya no están, otros que gracias a la vida siguen estando pero ya más cansados… imágenes donde hay cabellos negros donde hoy hay canas, modas pasadas que saltan a la vista en vestimentas clásicas de esos días que hoy parecen graciosas, exageradas… entre muchos otros detalles. En sustancia, creo saberme de memoria la mayoría de esas imágenes; sin embargo, cada vez que me doy a esa exquisita tarea, descubro siempre nuevas cosas, sensaciones, olores y sabores, sonidos, palabras; no en balde hay quien dice “recordar es vivir…” a lo que añado, “y vivir a nuestro antojo”. Muchas de aquellas fotos ya amarillentas algunas, borrosas o de colores pálidos, me evocan momentos verdaderamente importantes de mi recorrido en este escenario en el que represento mi papel de yo. Navidades, cumpleaños, vacaciones, lugares que ahora ni existen, otros que están pero muy cambiados… actos de colegio; disfraces, sonrisas. Llegué a hacer varias representaciones en los actos de mi colegio, en la primaria. Como muchos bailé alguna vez el Pájaro Guarandol, el Carite, entre algunos otros no tan elaborados en los que participé en lo que mi colegio llamaba “Lunes Cívico”. Alguna vez actué en un baile de San Benito; una imagen de esas tantas me recuerda mi vestimenta, una franela blanca con la imagen del santo en ella de color azul y rojo, un pantalón azul marino y unas alpargatas en negro y amarillo, rematado con un gracioso sombrero de paja anudado por debajo de mi garganta con dos cuerdas. Recuerdo perfectamente aquella sensación; desde que en el auditórium del colegio no había casi nadie y hacíamos el último ensayo antes de la presentación, hasta el eco de la voz del presentador que retumbaba en todos los rincones de aquel salón techado, con piso de cemento pulido. Especialmente la palabra “Chimbangles” la recuerdo porque nuestra maestra de entonces lo mencionaba con mucha insistencia ya que el baile que mostraríamos contaría con la música típica del santo negro totalmente en vivo; chimbangles que no habíamos visto siquiera hasta ese momento. Aplausos, muchos, salimos, gente, caras, entre ellas las de mis padres, provistos con una cámara fotográfica al mejor estilo de los paparazzi de los ochentas; acomodando un buen ángulo para fotografiarme en pleno baile. Aquella sensación la tengo tan a flor de piel que hoy, mientras disfrutaba de un acto en donde mi niña de ocho años bailaba una pieza del folclore de este país, me sentí en su pequeña cabecita de tercer grado, tal como lo recuerdo en aquella época donde los nervios me consumían en hacer el baile como lo habíamos estado ensayando. Esta vez era yo quién estaba provisto de mi cámara y me sorprendí estorbando la vista de otros presentes en busca del mejor ángulo para fotografiar a mi niña. Lo más curioso del caso es que no es el primer acto donde le veo actuar, al igual que a su hermanito, pero en particular, ese baile de hoy me fue tan familiar, como si lo estuviera viviendo en la persona de mi niña. Tal vez el eco de la presentadora, el bullicio de los niños que esperaban su turno para salir a actuar, el esperar impaciente que ella saliera para ofrecerle el mejor de mis aplausos, o qué se yo me trajo al instante ese momento mágico en donde vestido con ese gracioso sombrero bailaba al ritmo de los tambores por allá por los años ochentas. Muy en mi interior, quizá de la forma más inconsciente, alguna vez me imaginé en este lado contrario, quizá viendo a mis niños representar los mismos motivos típicos de Venezuela en los que alguna vez participé… sin embargo la nacionalidad del folclore no me parece tan importante a éstas alturas; ellos tienen otra realidad y crecen bajo otras costumbres en las que de alguna manera me siento su “compañero” de aprendizaje, como quien se sienta en un salón de clases a escuchar a la maestra impartir enseñanzas. Hice un buen puñado de fotos. En aquel tiempo que conformó nuestra realidad, era raro ver más de dos o tres fotografías de un evento en particular. Hasta no hace mucho, recuerdo que mis padres iban a revelar los rollos de la cámara a principio de año y en las 24 ó 36 imágenes habían recuerdos de los cumpleaños y otras ocasiones a lo largo de todo el año pasado. Entonces, se me recreo pensando que en alguna oportunidad, mis hijos tomarán un dispositivo de almacenamiento de memoria rudimentario y primitivo para entonces, para ver las fotos que hoy hacemos con nuestras modernas cámaras y poder recordar así sus primeros pasos en sus propias vivencias en este escenario en el que representan el papel de ellos mismos. Quizá lo mismo que yo, tendrán esa costumbre cuando sean padres y disfrutarán recordando las sensaciones de estos años presentes que para entonces serán igualmente pasados de moda y con modas extravagantes; verán canas donde hoy hay cabellos oscuros… y todos aquellos detalles en los que hoy recuerdo como pequeños episodios de mi paso largo y hermoso por la infancia. La función debe continuar… y continuará. Jose Luis Cunhao