Crónicas de un exilio voluntario

Crónicas de un exilio voluntario
Aquiles Nazoa

viernes, 26 de marzo de 2010

Venezuela habla cantando.



Nunca fui, particularmente, un admirador de Ilan Chester. Creo que de sus canciones sólo recuerdo Cerro El Avila que en mi época se convirtió en una especie de himno-homenaje para el Sultán a cuyos pies la ciudad se rinde cual odalisca. De los otros éxitos de Ilan recuerdo, apenas, el tema musical de Macho y Hembra, que por obvias razones me gustó. Así que la última vez que fui a Caracas me recomendaron comprar su nuevo disco: Cancionero. Empero, sin concederle el beneficio de la duda, opté por un par de otros discos que estaba seguro me serían  buena compañía. 

Pero el Azar Inmóvil hizo que Abraham, sabiamente, sin preguntarme mi opinión me enviara un cassette con las canciones del nuevo Ilan.  Así que me dispuse a oír ese regalo de Abraham que, no en balde y literalmente, había atravesado medio mundo para llegar hasta mis manos.  Era de noche, y para no molestar a las mujeres de la casa, lo escuché solitariamente, con uno de esos aparatitos que en mi época se llamaban Walkman. Para mi sorpresa encontré un Ilan desconocido, interpretando lindas canciones venezolanas.

Así que en las tardes cuando llego de la oficina, gracias a la excelente interpretación de Ilan, puedo escuchar un poco de música venezolana sin el riesgo de que las mujeres de la casa me formen sindicato. Así fue que descubrí que a La Mariagracia parece gustarle. Nunca entendí esa, tan chilena, deformación de anteponer el prefijo LA a los nombres femeninos. Por eso le pegué el nombre, por que si al alguno se le ocurre llamármela La María, en buen chileno, le saco la cresta. A Mariagracia parece gustarle las canciones de Ilan.  Tal vez sólo le gusta sentirse, por un rato, el centro del mundo

Así que con ambas niñas en las piernas nos dedicamos, una que otra tarde, a escuchar música venezolana. Así fue como llegué a la explicación, para Carolina, de lo que era un canto de ordeño. Le conté que, en Venezuela, para ordeñar las vacas les cantábamos y por eso se llamaban Cantos de Ordeño. Como Carolina no sabía que se cantaba en  Ecuador para el  ordeño le preguntamos a La Blanquita (nuestra Nana) que siendo de allá, y habiendo alguna vez ordeñado vacas, seguramente sabría. Carolina descubrió, con tristeza, que en su país ordeñaban a las pobres vacas sin darles nada a cambio. Después le recordé que también teníamos cantos de pilón y recordó que alguna vez había tratado de explicárselos; pero en aquel momento no le pareció algo importante.

Seguimos oyendo algunas canciones más. Al oír otra canción, con esa perversa ingenuidad con la que interpreta el mundo,  me preguntó qué hacíamos con esa canción. Le tuve que decir que eso era sólo una canción que y no hacíamos nada cuando la cantábamos.


Abril, 2001


viernes, 5 de marzo de 2010

Bongo Soda.



Uno es un animal de costumbres, mientras viví en Quito, tenía que ir a Guayaquil generalmente una vez por semana, así  que escogí un hotel al que siempre llegaba. Con el tiempo uno logra que lo conozcan y si, por casualidad o alguna omisión, tienes que viajar sin haber hecho la reserva respectiva, sabes que el recepcionista no te dejará dormir en una plaza. De esa forma me hice cliente de un par de hoteles guayaquileños. Pero en la variedad está el gusto y solía ir a buscar distintos sitios para desayunar.   Así fue que una  mañana encontré un sitio nuevo: Bongo Soda. Era un sitio que, a pesar de estar muy nuevo,  sólo con entrar te transportabas al pasado.

Era un local largo, del lado derecho una larga hilera de mesas, lindamente acomodadas, con un mantel blanco, los típicos saleros y las clásicas tazas de porcelana. Pesadas tazas con dos rayas verde oscuro al borde. Una raya muy gruesa y una muy finita. Las tradicionales tazas de café en donde más de uno habrá tomado, alguna vez, un marrón grande. Una larga barra, tan larga como el local. Los clásicos taburetes rotatorios, de madera y latón cromado. Un gran espejo frente a la barra. Los clásicos servilleteros cromados. Esos donde, de cada lado, gracias al mecanismo dominado por un resorte, podías tener siempre una servilleta a mano. De allí que cada vez  que pude desayuné en el Bongo Soda. Al entrar allí, me sentía transportado a las viejas fuentes de soda de la Caracas sesentiana.

De la noche a la mañana, las fuentes de soda desaparecieron del paisaje caraqueño, poco a poco fueron arrastradas hasta la extinción gracias a la llegada, implacable, de los fast food. En alguna época cada CADA tuvo su propia fuente de soda, allí transcurrió buena parte de la vida de la Caracas sesentiana. Allí comimos nuestras primeras hamburguesas. Luego donde antes reinaron las fuentes de soda de los CADA surgieron los Burger King, para hacerle la competencia a los Tropi Burger y a los Crema Paraíso las reinas de nuestra, vernácula, comida rápida. En algún momento existió una cadena de fast food que se llamó Chesse & Meat, en buen criollo, duró lo que dura un peo en un chinchorro. Tal vez fue su nombre, demasiado gringo para aquella época, tal vez por que en aquella época las fuentes de soda eran, todavía, piezas emblemáticas de nuestra ciudad y preferíamos ir hasta ellas.

Un poco antes de la Plaza Venezuela, en la avenida Quito,  quedaba una vieja fuente de soda: Castellino. Allí vendían unos ricos helados de pistacho y otros del clásico ron-con-pasas.  En Castellino transcurrió buena parte de la historia de mi adolescencia. Iba allí y tomando un buen café  - marrón grande, claro está –  podía pasar horas conversando con algún amigo, tratando de arreglar el mundo o echándolo a perder sin darnos cuenta. Disfrutar el tiempo era el mayor atractivo de las viejas fuentes de soda. Han ido desapareciendo, haciéndole espacio a las cadenas de Fast Food. En donde uno va, come y se larga. Son antros diseñados para que uno, aunque tenga tiempo, coma apurado. Están diseñadas para comer y salir apurado.

Hace un par de años estuve en Caracas y pasé frente a Castellino, sentí tristeza de ver sus viejas puertas cerradas, sus viejas mesas y sus sillas cromadas ya no estaban allí. Por haber vivido cerca, pasé muchas horas sentado en sus viejas sillas conversando con buenos y viejos amigos. Las fuentes de soda eran espacios diseñados para pasar horas. Eran acogedoras e  invitaban a quedarse, apoltronarse en sus sillas, y pedir un café  tras otro. Sin darte cuenta te ibas quedando.

Cuando le conté a mis amigos guayaquilenos de mi descubrimiento de esta nueva fuente de soda me contaron que Bongo Soda había sido una emblemática fuente de soda guayaquileña y que lo que había conocido era una especie de remake. Me contaron de dónde había surgido, primigeniamente, su nombre; pero de esto no puedo dar fe. Según me contaron, el dueño era un libanés que al estar por inaugurar su nuevo local, le preguntaba  a quien era una especie de asesor, “¿Qué nombre le bongo?, “¿Qué nombre le bongo?” Al parecer ya tenía a este señor verde con la misma pregunta cada cinco minutos. Hasta que el señor le contestó: “Bóngale Bongo y no soda” Así fue que la fuente de soda quedó llamándose: Bongo Soda.


Enero, 2000